Curiosamente, la ejecución de Sadam Husein, anunciada in extremis por los medios de comunicación estadounidenses, generó el rechazo casi unánime de las capitales occidentales, así como la inevitable y justificada ira de las masas árabes. El único defensor incondicional de ese ejemplar castigo fue el presidente norteamericano, George W. Bush, quien no dudó en calificar la muerte del ex dictador iraquí de… “importante hito en el camino (del país ocupado) hacia de democracia”. Hace unos años, cuando el inquilino de la Casa Blanca lanzó su “guerra global contra en terrorismo”, las medidas adoptadas por la Administración estadounidense contaban con el apoyo incondicional de numerosos estadistas e intelectuales europeos, persuadidos de la necesidad de combatir y erradicar el radicalismo islámico. Sin embargo, cuando Bush desveló su intención de atacar Irak, alegando la presencia de armas de destrucción masiva en su territorio, los europeos adoptaron una postura más prudente, recomendando la acción diplomática. Ya en aquel entonces se habló de un enfrentamiento abierto entre la “cultura de la paz”, encarnada por las potencias del viejo continente, y la “cultura de la muerte”, ideada por los partidarios del intervencionismo armado. El aparente fracaso del operativo llevado a cabo por la coalición anglo-americana ha puesto de manifiesto la fragilidad, cuando no la ineficacia de acciones bélicas destinadas a imponer soluciones políticas. El desmembramiento del Estado iraquí, la guerra civil entre facciones chiítas y sunitas, el auge de los fundamentalismos religiosos, la presencia de radicales islámicos en el escenario de los combates, reflejan el caótico estado en el que está sumido un país que se enorgullecía de ser baluarte del laicismo y la modernidad. Claro que las apariencias engañan. El Irak de Sadam no dejaba de ser una dictadura férrea, donde se solían infringir los derechos básicos de los ciudadanos. Mas la caída del tirano, provocada por espurios motivos que nada tenían que ver con las inexistentes armas de destrucción masiva, abrió la vía a la destrucción paulatina de las antiguas instituciones nacionales. A la ya de por sí difícil convivencia ciudadana se sumaron una serie consideraciones étnico-religiosas, prefabricadas en las mentes de asesores occidentales de la Casa Blanca. La política de confrontación ideada por quienes desprecian solemnemente la cultura musulmana constituye actualmente el mayor peligro para la estabilidad de la zona. A ello se le suman los “errores de cálculo” de las autoridades iraquíes, empeñadas en congraciarse con el ocupante. En el caso concreto del juicio que desembocó en la ejecución de Sadam Husein, se detecta un cúmulo de errores que, a raíz de su coherencia, irritan a los observadores occidentales. El ministro francés del Interior, Nicolas Sarkozy, que no peca por sus ideas progresistas, criticaba recientemente la ejecución del ex dictador, haciendo hincapié en las lagunas registradas durante el proceso penal, el asesinato de tres abogados defensores, la escasa independencia del poder judicial iraquí, etc.En un artículo publicado esta semana en el diario parisino Le Monde, el candidato a la presidencia de la República gala afirma clara y llanamente que la ejecución de Sadam, un ser deleznable, constituye, en definitiva, un error. Sarkozy prefiere dejar de lado consideraciones de índole meramente cultural, como por ejemplo el hecho de que al “hombre fuerte” de Tikrit se le ajustició el primer día de Eid al Adha, festividad musulmana en la que se prohíbe ejecutar a los reos, o los insultos y las humillaciones que acompañaron el ahorcamiento de Sadam. Lo cierto es que muchos políticos europeos, detractores en su gran mayoría de la pena de muerte, comparten la opinión de Sarkozy. Rusia, Alemania y la Santa Sede lamentaron la decisión del Tribunal de Apelación de Bagdad. Curiosamente, los únicos Estados que comparten la satisfacción de George W. Bush son Israel e Irán, dos enemigos que pretenden, cada cual a su manera, incrementar su influencia en la región. Nada que ver, pues, con la vergüenza de los europeos o la ira de los musulmanes. Nada que ver, tampoco, con la cacareada “cultura de la paz”.* Escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París) Adrián Mac Liman*