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La muerte como valor totalitario

José Francisco Fernández Belda / José Fco. Fernández Belda

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Se estudiará la conveniencia política de aprobar una ley de plazos para el aborto y así no se entrará a discutir si el feto es persona o no, diferencia fundamental para hablar de muerte u homicidio. Se debatirá sobre el derecho de la madre a disponer de su cuerpo, cuestión paradójica y peliaguda cuando realmente se está tratando del derecho a la existencia del no nacido. Es una cuestión de prioridades que, como mínimo presenta un conflicto ético entre derecho a la vida de quien no puede defenderse ni es responsable de estar en esa situación y la potestad de cercenar su existencia por quien no quiso o no pudo poner los medios para evitar haber llegado a esa encrucijada. De paso, según se legisle, se ofrece una salida racional al conflicto de conciencia para algunos médicos o se termina con el problema judicial para otros que, según la policía y algunos jueces instructores, presentaba el no querer practicar abortos en la sanidad pública pero que desaparecían sus escrúpulos y las objeciones si se practicaban en la consulta privada, incluso saltándose la legislación vigente sobre la materia.

No creo que haya muerte digna, sólo hay muerte. Lo que puede ser digna o no es la vida y cómo se vive. Por eso prefiero hablar sin eufemismos y diferenciar claramente lo que algunos quieren hacer pasar por eutanasia de lo que es realmente un suicidio asistido por activa o por pasiva, al estilo del presentado por Alejandro Amenábar en su película Mar adentro. O si De Juana Chaos hubiera muerto en el hospital porque el gobierno mantuviera una postura de firmeza ante el chantaje terrorista, similar a la que demostró Margaret Thatcher en 1981 frente al IRA, que se saldó con diez terroristas fallecidos por suicidio en forma de huelga de hambre. Dejando por ahora estos casos especiales, a mi modo de ver, el problema general está en presentar la situación como un dilema ético entre el encarnizamiento terapéutico y la eutanasia activa, olvidando que, equidistantes entre ambas posturas están los cuidados paliativos.

En los años 50, Robert Debray definía el encarnizamiento u obstinación terapéutica como el comportamiento médico consistente en “utilizar procesos terapéuticos cuyo efecto es más nocivo que los efectos del mal a curar, o inútil, porque la cura es imposible y el beneficio esperado es menor que los inconvenientes previsibles”. Casos evidentes de esta mala praxis médica, pretendiendo mantener artificialmente una vida por encima del sentido común y de los conocimientos médicos del momento, los podemos tener casi todos en la memoria. Incluso de crueldad irracional podría ser calificada esta práctica que hoy, creo y quiero creer que sólo pervive en el recuerdo del doctor Mengele.

En el otro extremo del presunto dilema está lo que se podría denominar como eutanasia activa o pasiva, es decir una acción o una omisión que produciría la muerte del paciente. Casi siempre se habla de la eutanasia activa, es decir, cuando alguien, médico o no, administra una sustancia con el propósito firme de producir la muerte sin dolor o sufrimiento al enfermo, con o sin su consentimiento, si es que pudiera darlo expresamente por no estar en un estado de coma o de incapacidad mental, por haber realizado un testamento vital previo en ese sentido o por decisión de sus familiares en caso contrario y por imposibilidad material de solicitarlo el propio paciente. El caso es totalmente distinto a cuando se produce la muerte tras una sedación terminal en una unidad de cuidados paliativos y no en cualquier otro departamento de un hospital que disponga de esos servicios.

Parece que el PSOE, en los papeles que presenta a este congreso y según la prensa, quiere establecer, más que un derecho del paciente la obligación que implica el ejercicio de ese pretendido derecho para otra persona distinta del titular. Se trata de precisar, en definitiva, quién mata al vivo y eximirle después de responsabilidad penal. Y puestos así, ¿por qué no es el familiar quien acaba con el agonizante o con la persona sin esperanza inyectándole la dosis letal o apagando los aparatos que le permiten seguir con su precaria vida al paciente? Todo es cuestión de un cursillo de capacitación técnica y mental para ser verdugo. Y cómo eso no está dispuesto a aceptarlo casi nadie, algunos pretenden imponer esa carga a los médicos por ley.

José Fco. Fernández Belda

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