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Los niños de la sorriba

Daniel Duque

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Nuestro mundo, denunciaba el profesor Lledó en la década de los 90 del pasado siglo, alimenta “día a día y bajo sutiles formas, esta creciente invitación a la desmemoria”. Una desmemoria, naturalmente, que nada tiene que ver con involuntarios despistes sino que está emparentada con una muy voluntaria y execrable manera de esconder hechos que realmente sucedieron.

Un ejemplo de ello sería el silencio que durante tantísimos años ha escondido las actuaciones delictivas de sacerdotes católicos violadores repartidos por el universo mundo, desmemoriado silencio éste amparado —sobre todo en el caso español— en la necesaria complicidad de autoridades civiles y religiosas.

Ahora empiezan a hacerse públicos algunos de los desafueros y abusos perpetrados por estos religiosos católicos en niños de sus parroquias.

Bienvenidas sean estas informaciones, pero la triste realidad es que estas aclaraciones, absolutamente justas y necesarias, llegan tarde, bien porque los delitos han prescrito, bien porque los susodichos violadores han muerto en algún oscuro pueblo de montaña o perdido barrio de una gran ciudad, o en otro país —normalmente en América—, adonde los obispos los enviaban cuando les llegaban las denuncias de las familias de los niños que sufrieron los atropellos de estos facinerosos con sotana.

El libro del que hoy nos ocupamos —La sorriba de la miseria, de Emilio Acosta— denuncia otro tipo de silenciado —o al menos no suficientemente aireado— abuso sobre la infancia: la explotación y el trabajo de los niños de familias pobres en la España imperial del nacionalcatolicismo de los años 40 y 50 del siglo XX, aquellos chiquillos hijos de jornaleros sin tierra, hermanos del niño yuntero de Miguel Hernández y que, “menores que un grano de avena”, como él, nacieron “como la herramienta/ a los golpes destinado”.

En La sorriba de la miseria se presentan los hechos de una manera simple, con el modesto decoro de la pobreza y la dolorosa claridad de quien recuerda una experiencia inolvidable: cómo la España de Franco condenó, sin inmutarse y sin juicio, a una franja de la generación nacida en los años 30 a vivir en el analfabetismo y la miseria.

Emilio Acosta, que tiene unos animosos 82 años y reparte papelitos a los estudiantes cuando acude a la Universidad para asistir a algún seminario o conferencia instándolos a pensar por su cuenta, a valorar como un bien supremo el acceso a la educación y la cultura, a “defender siempre la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder” —Stefan Zweig dixit—, Emilio Acosta, repito, nos mete así en el agónico mundo del trabajo infantil: “Un día me dijo mi madre que tenía que ir a trabajar al día siguiente —media en el almanaque, escasos nueve años de edad—. Éramos seis hermanos, las mujeres no trabajaban en aquellos tiempos sino en la casa, los otros hermanos eran menores. Ese día —aunque solo ese día— me sentí importante; pensaba que a mis nueve años era ya un hombre. No sabía cuan duro iba a ser aquel infierno y campo de concentración que llamaban sorribas”.

Empecemos por explicar que las sorribas, según los diccionarios, eran los trabajos que se hacían en un terreno, rompiéndolo o rebajándolo, para prepararlo con fines agrícolas. Pero Emilio Acosta nos aclara que en muchas ocasiones las labores no consistían solamente en preparar un bancal para sembrarlo de plátanos, sino que, además, las piedras y el entullo que se sacaban del terreno se aprovechaban para construir charcas en las zonas limítrofes.

“Mi trabajo —dice Acosta—, como siempre, era el de las mulas: cargar y cargar piedras voluminosas, caminando por el tablón de madera que partía desde el fondo de la charca —tres o cuatro metros de declive— hasta donde estaba el pedrero. Recuerdo cómo se doblaban aquellos tablones cuando uno subía cargado con una piedra voluminosa. ¿Quién sabe cuánto pesarían aquellas piedras que levantaban hasta la altura de la cintura dos o tres hombres, mientras que yo me metía debajo con una bolsa de cemento vacía como almohadilla? […] Ya en aquellos tiempos tenía catorce años y un bagaje de cinco años de pre-selección. En aquel trabajo, donde estuve un año y pico, había que levantarse de madrugada. Este distaba unos cuantos kilómetros y teníamos que ir caminando de noche, por veredas y caminos, muchas veces hasta lloviendo. Cuando había luna llena se caminaba más o menos bien (los caminos eran de tierra y piedras), lo malo era cuando había que caminar a oscuras. El trabajo comenzaba a las siete y media de la mañana (en verano era buena hora, no así en invierno) y había que estar al pie de la zanja, donde se había dejado el trabajo el día anterior. Antes había que recoger las herramientas del pajero donde se guardaban”.

En varias ocasiones el autor niega que el libro sea una biografía individual y creo que tiene razón: es una breve, tristísima y muy dolorosa nota de sociedad en la que se da noticia de cómo a él y a un montón de chiquillos de Tazacorte se les robó la escolaridad y la alegría del juego de la infancia y se les explotó en trabajos brutales y muy mal pagados para que los ricos fuesen más ricos y los pobres no pasaran nunca de mano de obra baratísima y analfabeta.

Inteligentemente por su parte y a la vez incomprensiblemente para mí, no hay rencor en estas páginas. Sí hay rebeldía contra la tremenda injusticia de haber condenado a jóvenes ciudadanos a un trabajo embrutecedor cuando tenían que estar sentados en aulas escolares instruyéndose y cultivando todas sus potencialidades.

Y hay también rebeldía contra las otras maneras de esclavizar que se utilizan hoy: el paro que no cesa, el crecimiento imparable de la desigualdad, el gran negocio de la droga, el desamparo sanitario al que se quiere llevar a una parte de la población…

Emilio Acosta nos entrega un libro lleno de dignidad escrito con la sabiduría de quien ha vivido mucho manteniendo siempre abiertos todos los sentidos al aprendizaje que el mundo y la experiencia le han deparado.

La sorriba de la miseria’ lo escribió un espíritu que cumple al cien por cien el precepto enunciado por Miguel de Montaigne: “Preferiría ser viejo menos tiempo que estar viejo antes de serlo”.

Un libro que los canarios tenemos la obligación de leer porque solamente teniendo muy claro de dónde venimos podremos determinar adonde no queremos volver. Un libro de historia, sin moraleja expresa.

Así es que la enseñanza que se saque de su lectura la tiene que proponer el lector propicio que humilde y sabiamente reconoce —aunque parezca locura— que la humanidad todavía no se ha emancipado ni de la dictadura ni de la esclavitud.

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