No es Bolívar, es respeto... reloaded

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Dicen que se levantó. Una imagen parece demostrarlo: Felipe VI de pie y, en el plano inferior, cuatro uniformados con la espada de Bolívar. ¿Estaba erecto cuando apareció el objeto de veneración colectiva al que le atribuí, por desatención, la cualidad de símbolo nacional? No. Las pruebas visuales no dejan lugar a la duda: sentado se encontraba. ¿Y cuando desfilaron los cuatro portadores de la vitrina con el sable y atravesaron un buen trecho del escenario? No. ¿Y cuando depositaron el armatoste sobre una mesa-altar? Tampoco. Pero sí después: o cuando tanto el público como los organizadores y participantes ya llevaban un rato aplaudiendo o, al menos, mostrando su respeto (que no devoción ni necesariamente adhesión a lo que representa el trozo de metal); o cuando el acto ya había terminado y, claro está, debía ponerse en pie para marcharse (feo hubiese sido que se quedara sentado y que unos porteadores lo sacaran de aquel lugar como antaño se hacía con las literas). Se levantó. Lo he visto en una fotografía: en la parte superior, el monarca; en la inferior, los cuatro uniformados y la espada. Y ello me obliga a reconocer que erguido llegó a estar. 

Quizás tuvo un no sé qué de enfado («A mí no me dijeron que esto iba a ocurrir») y se mantuvo sentado; quizás fue más allá y, dada su alabada preparación, no dudó en componer esta justificación de naturaleza moral e histórica: «Simón Bolívar no se merece mi respeto, se lo hizo pasar muy mal a mi pentabuelo Fernando VII». Si así fue: sigue vigente el peso de la exposición que precede a esta “recarga” del asunto. Si luego se dio cuenta de que no era un Felipe cualquiera de casi dos metros de altura, nacido un 30 de enero de 1968 y libre de sostener las opiniones que quiera sobre Bolívar, Franco, el Papa y Putin, sino un jefe de Estado que representaba a un país tan destacado como España, y por eso se levantó, pues bien por él (y, de paso, por nosotros). Habrá que reconocer que hizo lo que tenía que hacer; tarde, mal, pero lo hizo.

Prefiero aceptar (y mira que me parece inaceptable) la versión del enfado o la del replanteamiento moral-histórico a plantear otras que, a mi juicio, son mucho peores: que estaba despistado, desconectado, desenchufado, y no se percató de lo que sucedía delante de sus narices o que recibió una instrucción oportuna de alguien que, enfrente, lejos del foco de la cámara, le haría con expresivo disimulo un gesto del tipo: «pero levánnntate ya, por Dios». En el primer caso, porque incomoda aceptar que nos ha representado en un acto internacional tan relevante una persona que no está centrada en la función que debe realizar: oír, ver, callar y no llamar la atención innecesariamente puesto que es consciente de que dispone del suficiente peso como para que le den los miramientos que le corresponda en el momento oportuno. En el segundo, porque preocupa el que le tengan que decir a la primera autoridad del país lo que ha de hacer dado que es incapaz de improvisar ante cambios o sorpresas en el guion de un evento. 

Sea como fuere, lo cierto es que España, representada por Felipe VI, se ha visto envuelta en una situación de desdoro innecesaria que ha hecho aflorar nuestra particular tendencia al cainismo. Con un poco de chispa se hubiese evitado el suceso o minimizado, una vez ocurrido, con algo de espontaneidad (no la campechanía paterna ni el falso desenfado materno). 

Tras el escándalo (¿nadie le cuenta estas cosas?), qué oportuno hubieran sido unas declaraciones del rey del tipo: «Lo siento, es verdad, no me levanté cuando debía hacerlo. No me percaté en ese momento de lo que estaba pasando en el escenario porque estaba más pendiente del calor del pueblo colombiano presente, de su alegría, de su felicidad y de lo que me gusta estar en este país hermano. Espero que sepan disculparme. Soy muy respetuoso con aquello que el pueblo siente como una seña de identidad»; o algo por el estilo.

Si no se pronuncia al respecto estos días, probablemente lo haga en la Felípica III de 2022. Quizás…

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