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Los pantanos de Madrid

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Estos días, hace días, las calles madrileñas repletas de charcos. Uno muy grande en la calle donde, años ha, vivió un tipógrafo de Ferrol. Quién se lo diría. Quién le diría tantas cosas de los años que han pasado desde entonces a Pablo Iglesias y a su amigo Benito Pérez Galdós: un gallego y un canario juntos siempre ofrecen buenos rendimientos. En la calle Génova los charcos fluyen, no se consolidan porque entre el portal número 13 y la Audiencia Nacional, la nacional audiencia, solo hay un saltito. Allí están los magistrados amigos, sobre todo uno, que tanto se regurgita en políticos como en empresarios ultraperiféricos; se le avecina un periodista de prestigio con mucha responsabilidad en informativos, dicen. De Génova a Jorge Juan una docena de trancos, pero ya nadie va a caballo.

Los charcos son el anticipo de la tristeza, por eso estos días, hace días, abundan perfidias y esquizofrenias. A veces niebla, a veces dudas de cómo dormir: “Era de ver, llegada la noche, cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasóse la cena de claro en claro. No se desnudaron los más, que, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.” (Francisco de Quevedo, La vida del Buscón).

También en la plaza Mayor se dan los charcos y los bocadillos de calamares un tanto sedicentes. Siempre merece un acercamiento a casa Lucio, allí sin charcos pero con huevos fritos a precio marciano. Delante del restaurante Lhardy sí hay algunos charcos repletos de metonimias del siglo XX. Pero no hay peligro: todo puede acabar con un buen suflé en especial si el almuerzo ha consistido en cocido.

En Madrid no hay pantanos aunque muchas personas desmentirán la noticia. Como decía mi sabio maestro José María Valverde, los libros de Ortega y Gasset tenían siempre títulos brillantes y sorprendentes, reflejo de la estirpe periodística del filósofo. Bastantes se han convertido en lugar común, triste tópico y recurso retórico castizo (miseria de la filosofía). Pero casi ninguno tiene que ver con su contenido, igual que ocurre con este artículo. Nada mejor para todo ello -¿qué es todo ello?- que leer el retrato inmarcesible que hace Luis Martín Santos del docto filósofo en Tiempo de silencio, va de manzanas y sus evidencias.

Y como nada es igual hasta que se desvanece, hoy, dieciséis de noviembre, casi no sale el sol por la niebla con la que se ha estrenado el nuevo día. Me dicen con el café que no es un augurio, que nadie ha hecho nada para merecerlo. No padecemos con las nieblas y con las brétemas aunque encabecen una serie de televisión, que ya es decir. Sí se sufre bastante con el ruido, la mala educación y la chabacanería, también en Madrid, estos días.

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