Precuelas recientes y de cierto impacto son el libro y la peli sobre las aventuras del antropófago Hanibal Lecter antes de que saltase a la fama encarnado por Sir Anthony Hopkins en El silencio de los corderos. La idea no es nueva: hay novelas, por ejemplo, que nos trasladan a la juventud de Sherlok Holmes, una etapa de la que nunca nos dijo ni palabra Conan Doyle. Y nadie le pondrá ningún reparo al autor que se invente –si no se ha inventado ya-una historia acerca de las peripecias y aventuras de Alonso Quijano, un suponer, antes de que se majaretara del todo y se lanzase por esos caminos de La Mancha a deshacer entuertos y otras vainas. Materia hay para cientos de miles de precuelas. Lo que no es de recibo es el vocablo, me parece, inventado por angloparlantes son ningún respeto a la etimología latina: secuela viene de séquito (sequela) y precuela viene de una ocurrencia que bien podría calificarse de cancaburrada. No obstante, el fantasear, elucubrar y hasta indagar acerca de la historia desconocida de determinados personajes, sean reales o de ficción, esa parte de sus historias que se ignora porque es anterior a su eclosión como protagonistas de la literatura, de la actualidad, de la política, del arte o de la cosa pública, sí se puede considerar un ejercicio –de imaginación o de investigación, según los casos- verdaderamente interesante. Supongo que habría prohombres y figuras de relevancia social, incluso en nuestro ámbito, que estarían encantados de exhibir sus precuelas (Paulino Rivero, antes de aspirar a presidir este Archipiélago, precueló en la escuela, quiero decir que fue maestro, una precuela digna y sociológicamente ejemplarizante, pongo por ejemplo). Otros simplemente, están ahí, pero no tienen precuela. Subieron, con el pantalón corto aún, en un coche oficial, el coche oficial les condujo a un despacho a otro y, de despacho oficial en despacho oficial, han transcurrido sus existencias. Si quieren presumir de precuelas tendrán que contratar los servicios de algún novelista versado en el irrealismo fantástico. José H. Chela