Quid Rajoy?

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Con indisimulable curiosidad he leído los artículos que el presidente Rajoy ha compuesto para un medio de comunicación a propósito de los tres primeros partidos de fútbol que ha realizado la selección española en el Campeonato del Mundo de este deporte que se desarrolla en Catar: “Casi insuperable” (23/11/22), “Alemania me dio la razón” (27/11/22) y “Aún queda mucha música” (01/11/22). El porqué de mi interés no está relacionado con una afición por el balompié o por el autor de los textos, pues mis adhesiones hacia ambas realidades son nulas: no me gusta el fútbol y no me siento identificado con quien fuera representante del poder ejecutivo entre los años 2011 y 2018. Mi impulso obedeció a un deseo por saber cómo escribe alguien que ha sido tan relevante durante tantos años y que, en su faceta de emisor, solo he conocido a través de sus discursos orales, repletos siempre de llamativas particularidades. 

No me ha interesado nunca adentrarme en los libros que ha publicado hasta ahora porque, tras hojearlos, no he podido evitar la impresión de que sus títulos no son más que los típicos productos editoriales en los que detrás hay un negro —‘Persona que trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro, especialmente en trabajos literarios’ (DRAE, acepción 17)— y el mal denominado autor solo pone la imagen de la cubierta, su nombre y alguna que otra aportación singular (prólogo, agradecimientos, fotos…). Ese Mariano Rajoy escritor no me llama la atención porque me parece falso, impostado, deshonesto: o lo que publicas es tuyo o no publiques nada. En cambio, la figura del redactor de personalísimos e instantáneos comentarios sobre sucesos puntuales (partidos de fútbol, en este caso) me resulta más sugerente, pues creo que ahí poco chance hay para dar gato por liebre: lo genuino ha de imperar y más si el tema da pie a expresiones de exaltación patria. Por eso, repito, me dispuse a comprobar si había alguna conexión estilística, conceptual, ideológica incluso… entre el que asume el papel de orador (que es como únicamente he conocido al presidente Rajoy) y el que hace lo propio como cronista deportivo. ¿A través de la manera de componer un escrito puedo detectar algo sobre su personalidad que no me hayan mostrado sus abundantes intervenciones en medios audiovisuales? Quise responder a esta pregunta leyendo las referidas aportaciones a El Debate, un periódico digital impulsado por la Asociación Católica de Propagandistas que desconocía hasta ahora. 

Los artículos leídos son muy sencillos (demasiado, excesivamente). A mi juicio, nada contienen que merezca ser calificado como “ingenioso”, “gracioso”, “brillante” u otras voces que produzcan similares connotaciones. Son piezas insulsas en las formas y baladíes en el fondo, al menos para mí. Aun así, a pesar de estas características textuales que, en otros casos, resolveríamos desentendiéndonos de la lectura con desdén, conviene tener en consideración la importancia de estas peculiaridades escritoras de cara a la pregunta antes planteada. ¿Por qué? Porque a un presidente de Gobierno, a alguien que ha tenido una responsabilidad tan elevada y que, por ello, forma parte de nuestra historia nacional, le presuponemos un bagaje intelectual acorde a lo que entendemos que representa su cargo. No hablo de una educación equivalente a la de grandes personalidades del mundo académico y cultural, sino de “algo” que le permita a uno sostener que en su formación como individuo preparado para afrontar complejas y trascendentes tareas hay lecturas, reflexiones críticas bien fundamentadas (aunque no se esté de acuerdo con ellas) y relaciones con personas sobresalientes en sus quehaceres vinculados con el conocimiento que han contribuido de algún modo al enriquecimiento de su cosmovisión. Eso es a priori lo que se espera de alguien con tan altas responsabilidades. Sin embargo, en los mentados artículos —que son un reflejo asombrosamente fiel de sus textos orales— lo que se percibe es tal grado de simpleza conceptual y pobreza expresiva que, a mi juicio, tiene sentido plantear un dilema como este: o el presidente Rajoy escribe así (y habla así) porque no da más de sí; o el presidente Rajoy escribe así (y habla así) porque considera que sus destinatarios no deben recibir los mensajes tal y como a él le gustaría hacérselos llegar, de ahí que los adapte siguiendo un criterio que, a mi juicio, es sumamente desafortunado.

Si la balanza se inclinara por el primer caso, lo razonable sería que quienes lo quieren y aprecian impidan como sea que se convierta en un objeto de chanzas colectivas por escribir de un modo tan primario (o sea, tan de primaria). Ha sido presidente de un Gobierno de la Democracia, ha refrendado lo que el jefe del Estado ha firmado, todas las decisiones que ha tomado nos han afectado… Si no da más de sí (por la razón que sea), que hagan lo posible por que su imagen no se deteriore más de lo que ya está. Al margen de si se es afín o no a su ideología, entre los humanos debe haber siempre un lugar para la compasión: si no está en condiciones el presidente para escribir ni para difundir lo escrito, que alguien se lo impida de la mejor manera posible. La dignidad, con independencia del estado en el que uno se encuentre, no se puede perder (ni que decir tiene que los genocidas quedan fuera de esta consideración: indignos son y así han de quedar por los siglos de los siglos).

En el caso de la adaptación, en cambio, hay una doble vía interpretativa que, reconozco, me resulta perturbadora: por una parte, la que conduce a plantear la existencia de un componente bondadoso en su manera de proceder. Bajo esta perspectiva tendríamos a un presidente que, considerándose un hombre de acrisolado altruismo y elevado nivel lingüístico, simplifica al máximo su discurso —aun a riesgo de su crédito intelectual— para que sus lectores, a quienes juzga de limitadísimas y básicas destrezas lectoras, puedan entender lo que ha escrito. Les habla, pues, como lo haría a un niño pequeño que todavía no domina el idioma.

Pero, por otra parte, mirando el reverso del platillo, quizás no estemos ante una postura amable, generosa, magnánima, sino frente a una actitud despectiva cuya explicación podría ser la siguiente: que el presidente Rajoy tenga tan poca consideración hacia sus lectores que se burle de ellos ofreciéndoles un texto que, por su simpleza, cualquiera entendería. Estaríamos aquí ante una suerte de agudeza quevedesca en la que se fundaría el arte de la presunción o del decir sin nombrar, que en la mente del señor Rajoy vendría a ser un «no te llamo “tonto” explícitamente, sino que me dirijo a ti como si lo fueras». Vamos, lo que en las dieciochescas coronas adquiría las formas de un «todo para el pueblo, pero sin el pueblo».

Lo preocupante de estas apreciaciones no es que los artículos futboleros sean como son, pues el presidente Rajoy ya está, por decirlo de algún modo, fuera del circuito donde se deciden los destinos de un Estado; lo inquietante son las similitudes que poseen los textos leídos con lo que han sido sus abundantes exposiciones orales desde que lo conozco, cuando era ministro de Aznar. ¿Qué Rajoy hemos tenido en todos los años en los que ha ejercido importantes responsabilidades políticas: el señor que tenía un “problema” y al que nadie le decía «déjalo ya», el amable divulgador o el despectivo y burlador? 

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