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José H. Chela / José H. Chela

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Que es a donde voy, por cierto. A los asuntos del tráfico rodado, quiero decir.La pasada Semana Santa se ha cerrado con una nefasta estadística de muertes en el asfalto. El carné por puntos, cuyo carácter coercitivo y punitivo, produjo espectaculares resultados en las semanas inmediatas a su entrada en vigor, ha fracasado rotundamente en la práctica de esta prueba fundamental. La gente se acostumbra a lo que sea –ahí me las den todas- y sigue apretando el acelerador, confiando en su pericia aún en las situaciones más delicadas, consumiendo alcohol, descansando poco, presumiendo de conocer los trayectos cortos al dedillo, ecétera, ecétera. La gente se sigue matando en sus recorridos hacia la diversión hipotética, el descanso presunto y el bienestar dudoso, porque tampoco funcionan las campañas televisivas de la Dirección General de Tráfico. Da lo mismo que las protagonice la sangre y el terror de las tragedias con el volante como hilo conductor o una serie de actores populares recurriendo al por lo que más quieras y a la simple y llana sensatez del personal. No es criticable ese fracaso –asumido por sus impulsores- del carné por puntos ni de las políticas, en general, destinadas a detener esa hemorragia terrible e imparable de vidas acabadas tantas veces estúpidamente. No es criticable, porque no hay modo de aportar soluciones. Yo no las tengo, al menos. Las autoridades, los expertos, han reconocido, y eso está bien, que no toda la culpa es de los conductores. El estado de las carreteras secundarias –la red donde la mortal guadaña realiza su más amplia cosecha- es en gran parte responsable de estas siniestras cifras. Y, entonces –retornamos al principio, oigan- va Pepiño Blanco y plantea, para que esto no siga siendo así, una reducción de las velocidades permitidas en las carreteras secundarias. A uno, que no es tan listo como el poderoso e influyente socialista gallego, se le habría ocurrido algo más elemental: mejorar urgentemente el estado de esa red vial. Pero, eso lleva más tiempo, claro, y muchísimo presupuesto. Reducir las velocidades es algo mucho más factible de inmediato y no cuesta un duro (Bueno el que pueda gastarse en cambiar la señalética de los tramos afectados). Pero, además de más barato, es mucho más tonto, también. Las velocidades máximas que se estipulan en las carreteras secundarias ya son extraordinariamente bajas. De hecho, en ocasiones, tan bajas que no se pueden respetar sin que se le cale el vehículo a quien maneja. Por supuesto, no se respetan, y cuando alguien las respeta en un trayecto más o menos largo, suelen producirse accidentes debidos siempre a la impaciencia y el desespero de los que van en innecesarias y lentísimas caravanas. Todo esto es un poco absurdo, me temo. Pero, lo ha dicho Pepiño. Lo cual significa que –pronto lo comprobará el lector- el Gobierno hará entusiásticamente suya la peregrina sugerencia. Me apuesto lo que quieran.

José H. Chela

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