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Sistema electoral canario: ¿Reforma democrática o control de daños?

Andrés Campos Palacios

Canarias cuenta con un sistema sistema electoral peculiar, si somos condescendientes, o difícilmente homologable con los estándares democráticos, si somos rigurosos. ¿Es posible que 60 diputados designados con este sistema se pongan de acuerdo para sustituirlo por un modelo ajustado a la representación democrática? Sería deseable, aunque a la vista de los derroteros del proceso de reforma que se desarrolla en el Parlamento de Canarias, lo veo improbable.

En las elecciones autonómicas de 2015 el sistema electoral hizo agua por todas partes. Su capacidad distorsionadora de la voluntad popular y la consecuente deslegitimación del Parlamento fue clamorosa y evidente, no ya sólo para los más interesados, sino también, quizás por primera vez, para la ciudadanía en general.

En consecuencia, no ha habido más remedio que abordar un proceso de reforma. Al menos formalmente, porque la evolución de los acontecimientos apunta a que el resultado puede estar más cerca de una operación de control de daños que de una verdadera voluntad de democratizar las estructuras del poder político.

En efecto, en las elecciones de 2015, como se ha señalado reiteradamente, fue el sistema electoral vigente el que determinó que la tercera fuerza en votos sea la primera en escaños, que un partido con el 0,55% de los votos ocupe el 5% de los escaños o que otro con el 5,8% de los votos sea excluido por completo, y con él sus electores.

Pero hay más. Pocos ignoran ya que la desigualdad en el valor del voto en función de la circunscripción de residencia de un elector puede alcanzar una relación astronómica de 13 a 1. Sin ser jurista, no me resulta difícil imaginar a algún tribunal internacional de derechos humanos expulsando del club de las democracias a un país cuyo sistema de poder se sostuviera en semejante desproporción.

El sistema canario es tan peculiar que puede desvirtuar la voluntad de los electores de cada una de las siete circunscripciones para acomodarla a los intereses de los políticos que lo diseñaron. Sirva un ejemplo reciente: en las elecciones de 2015, los electores de Gran Canaria decidieron que sus representantes en el Parlamento fueran 4 diputados del PP, 4 diputados de NC, 3 diputados del PSOE, 3 diputados de Podemos y 1 de Ciudadanos. En efecto, los grancanarios decidieron precisamente que su decimoquinto escaño fuera para Ciudadanos.

Pero el representante de Ciudadanos nunca tomó posesión de su escaño. Fue otorgado, al margen de la voluntad de los votantes de esa circunscripción, al sexto partido: CC. En realidad, los grancanarios dijeron a CC que no los representa, pero el sistema decidió que sí. ¿Legal? Sospecho que no, pero repito que no soy jurista. ¿Legítimo? Es evidente que no.

Hay más ejemplos: en 2007, el 12% de los grancanarios votaron a NC, pero el sistema electoral, no la ciudadanía, decidió privarlos de sus representantes en el Parlamento. Y sin embargo fue asignado un diputado al 5,5% de votantes de esa isla que optó por CC.

No es únicamente un partido el beneficiario de esta anomalía. En las elecciones de 2007, los votantes de Lanzarote decidieron claramente que querían ser representados en el Parlamento por el PIL, y por eso le dieron el 22% de los votos. Pero el sistema electoral determinó, de nuevo al margen de la voluntad popular, que Lanzarote estaba mejor representado por partidos con menos votos, como CC (19%) y PP (15%).

Estos resultados no los dan los votantes, sino la ingeniería electoral, en este caso gracias a cómo operan combinadas dos barreras electorales, una insular y otra regional. Si obstáculos así se aplicaran de forma equivalente en las elecciones al Congreso, quedarían fuera de la Carrera de San Jerónimo, precisamente, los más fervientes defensores del sistema canario.

Pese a tantas evidencias, el sistema electoral y quienes lo han sustentado nunca se vieron amenazados hasta 2015, gracias a que el voto ya no se concentró en las tres fuerzas políticas clásicas y se dispersó hacia otros partidos. El modelo se ha mantenido a lo largo de siete lustros (con un cambio a peor en 1996) gracias en gran parte a que CC ocupaba el asiento del conductor, con PP o PSOE alternándose en el de copiloto siempre dispuestos a echar el freno de mano cuando hiciera falta a cambio de un su lugar a la sombra del poder

Todo se torció en 2015, cuando quedó a la vista que el rey estaba desnudo. Ya sin ropajes, todos pudieron ver que lo que quedaba era un Parlamento de Canarias deslegitimado. Entonces se creó una comisión de estudio del sistema electoral, a la que los partidos convocaron “expertos”. Algunos cumplíeron su papel muy dignamente, pero en demasiados casos se trataba de comparecencias de comilitones diseñadas por los diputados no para ilustrarse, sino para reafirmarse sus prejuicios.

Entre los comparecientes, quiero destacar a uno, que presentó un trabajo académico, serio, valiente, detallado, documentado e innovador, sin otro afán que ofrecer a los diputados una alternativa democrática que a la vez garantizara la representación territorial de todas las islas. Se trata del sociólogo Miguel Guerra García de Celis. Su propuesta fue tan ignorada que quienes sobre el papel decían que querían cambios profundos la calificaron como demasiado atrevida.

Así que audacias las justas, debieron de pensar, de modo que a estas alturas del camino, la comisión de estudio ya ha olvidado su inicial afán de transparencia y ha dado paso a una ponencia refugiada en las puertas cerradas y en la oscuridad del debate. Dicen que es para favorecer el consenso lejos del postureo al que obligan los focos y la prensa, aunque quizás sea para no desvelar que los argumentos los dictan las calculadoras, no la voluntad democrática.

Las reformas electorales siempre son complicadas, no solo en Canarias, porque las suelen decidir quienes se han beneficiado del sistema. ¿Puede una camarilla de políticos democratizar el sistema electoral que les ha permitido constituirse en camarilla de políticos? Los indicios no apuntan al optimismo.

El primer preacuerdo de la ponencia es revelador: la distribución actual de sesenta diputados no se toca, se queda como está “en aras del consenso”, es decir, que los intereses creados no se tocan. Pero se permitirá seguramente incorporar algún diputado más al club en aras de “mejorar la proporcionalidad”, según la propaganda.

Otro preacuerdo que de momento no ha sido contestado consiste en mantener las dos barreras electorales distorsionadoras, mínimamente rebajadas. ¿Y quién, en contra de sus ardores reformadores previos, es el que ahora propone mantener intactas esas barreras? Precisamente el partido que aspira a que le dejen sentarse en el asiento del copiloto en los dos próximos años, quizás a cambio a accionar de nuevo el freno de mano. Nada nuevo bajo el sol. Antes las reformas las lastraban gustosos otros copilotos.

Así pues, parece que de la ponencia saldrá una reforma electoral mínima que oficialmente se dará por buena solo porque romperá la mitificada triple paridad. La triple paridad es un mito fundacional de la democracia canaria que se ha vestido de peculiaridad e idiosincrasia y que, junto al dogma del equilibrio inversor, no ha impedido que el archipiélago se cuente entre las comunidades con los peores servicios públicos o con los mayores índices de pobreza y desempleo.

La ruptura de la triple paridad no será un problema pues, siempre que se garanticen los sesenta asientos que ya hay. No habrá problema en dar unos poco diputados más a Tenerife y a Gran Canaria, y otro más a Fuerteventura, a cambio de que no se toquen los intereses de los otros sesenta, porque entre bomberos no se pisan la manguera. Tampoco habrá problemas en rebajas cosméticas de las barreras electorales insulares y regional siempre que se mantengan ambas. Todo eso es control de daños.

Pero una reforma así hará más mal que bien. Si no se consigue una reforma electoral en condiciones sería preferible que no la hubiera. Si la hoja de ruta se limita como aparenta al control de daños, el resultado puede ser el bloqueo de una reforma auténtica por otros 35 años. Por eso, paradójicamente, la reforma real, la reforma democrática, estaría más cerca si se dejara al sistema actual seguir desplegando todas sus distorsiones hasta que definitivamente reviente.

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