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¿Viva las madre que los parió?

Eduardo Serradilla

Helsinki —

Me imagino que entre los calores veraniegos, los vapores etílicos de las terrazas y el rugir de la liga futbolera de “las estrellas” ya ondeando en el horizonte, al común de los mortales se le habrán pasado dos noticias, las cuales me han devuelto la náusea constante y la desazón ante los modos y las maneras que aún imperan en nuestro esperpento de país.

En la primera, una capitán del ejército español, que ganó una demanda por acoso contra un oficial de rango superior -el cual se olvidó de lo que significa llevar el uniforme de las fuerzas armadas- había decidido dejar de formar parte del estamento militar ante la reiterada campaña de descrédito y acoso a la que fue sometida por parte de sus compañeros de armas, una vez se conoció la sentencia. La oficial se olvidó de que, en nuestro país, la opinión de una mujer sigue subyugada a los caprichos de quienes, por ser varones, se creen superiores, más inteligentes y aptos para desempeñar tal o cual cargo. Su abandono no solo es un retroceso para las fuerzas armadas -en su empeño por la renovación y la adecuación a los tiempos que vivimos- sino una muestra más de lo que significa el corporativismo mal entendido y peor ejecutado.

Queda claro, a la luz de los hechos, que la capitana se equivocó al denunciar a quien había abusado de su posición, dado que, según sus compañeros, ella no tenía ninguna razón para quejarse. Es más, da la sensación de que la osada oficial debería haber estado agradecida no sólo de poder pertenecer a las fuerzas armadas, último bastión del macho ibérico en medio de todo este sinsentido de la democracia, sino por haber sido bendecida con las atenciones y los cariños del mentado oficial de mayor rango –que no superior. Al final, el código masculino se mantiene y, de paso, se premia a quienes mancillaron su uniforme y la más mínima noción ética, al permitir que todo esto pasara.

La segunda noticia, igualmente ignorada por la mayoría de los habitantes de nuestro país, nos remite al, cada vez más, sangrante caso de la violencia doméstica, aquélla que muchos se empeñan en justificar, consentir e, incluso, aplaudir.

En esta ocasión, quien nos ha sacado los colores ha sido la ONU, ese grupo de simpáticos inoperantes que, de tanto en tanto, se descuelgan con algún dato o algún hecho que nos recuerda cómo es el potrero de mundo en el que vivimos. El organismo internacional condena a España por no actuar de manera diligente ante la violación de los derechos de una mujer, víctima de la violencia de género, y los derechos de su hija de siete años.

La madre había denunciado a su pareja una treintena de veces y, tras la separación, se oponía a que el padre visitara a la niña sin supervisión. No obstante, y sin atender a las recomendaciones de los servicios sociales –y por supuesto, de la madre- un juez aceptó un recurso del maltratador y, por culpa de este hecho, la niña acabó siendo asesinada por su padre quien, luego, se suicidó.

Con el cuerpo de su hija aún caliente, la madre comenzó una nueva batalla legal que ha desencadenado en esta condena, dictada de manera unánime por los 36 miembros del Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW). El CEDAW dice claramente que las negligencias de la Administración de Justicia llevaron a la muerte de Andrea; también que la Administración maltrató a Ángela al no reconocer la negligencia cometida, según apunta Viviana Waisman, directora de Women's Link Worldwide, la organización que ha llevado el caso hasta la ONU.

La respuesta de la Administración -más dormida y apática que de costumbre, dados los ya mencionados calores veraniegos- ha sido recordar que llevan tiempo promoviendo mecanismos que protejan a los menores y a las mujeres víctimas de la violencia de género. Del resto, prefieren no opinar hasta que sus “expertos” analicen el contenido de la condena en cuestión.

Sin embargo, en nuestro caduco y anquilosado país, aún persisten los estereotipos de género que perpetúan la superioridad y la preponderancia de los padres sobre las madres. Además, hay otros elementos, tales como la falta de credibilidad de las mujeres frente a los hombres a la hora de ponerse delante de un juez, o esa leyenda negra, que cuenta que las mujeres utilizan la excusa de la violencia de género para sacar partido en una demanda de divorcio o privarle a los padres de la custodia de sus hijos.

Son muchos los que piensan, tanto mayores como jóvenes, que si el MARIDO, en mayúsculas, zurra a la esposa, en minúsculas, su razón tendrá y no hay nada que objetar. ¿Y dónde estará mejor un hijo que con su padre, aunque éste sea un maltratador, un borracho, un descerebrado o, simplemente, un “machito” maleducado al que no le enseñaron en su casa que la violencia no soluciona nada, sino todo lo contrario?

Ya está bien de frases hechas tipo “los trapos sucios se lavan en casa”, “la familia es la familia y la sangre es la sangre”, “Si le pasó eso, por algo será” y la no menos famosa y aclamada durante la dictadura fascista del generalísimo “Todas las mujeres son unas putas, menos mi madre y mis hermanas.”

Por lo pronto, una oficial del ejército, poseedora de un inmaculado expediente –exceptuando las faltas disciplinarias “fabricadas” para desacreditarla- ha dejado el ejército por culpa de un grupo de individuos que da mal nombre y mancha la reputación de las fuerzas armadas españolas. ¿Y todo por qué? Por exigir justicia y que quien delinquió pague por ello.

El segundo caso es aún peor, porque, dada la desidia y el afán por perpetuar los estereotipos machistas, rancios y torticeros -tan del gusto de la judicatura española-, una niña de siete años murió a manos de un demente malnacido, sin que nadie se percatara del tremendo error que se había cometido. Me imagino que el juez que permitió al padre, reiteradamente denunciado por su esposa, el visitar a su hija sin supervisión alguna no fue quien luego debió ir a levantar el cadáver de la niña. En estos casos, siempre son otros lo que deben limpiar la sangre y, luego, llamar a la madre para darle la noticia.

Sé que no es la primera vez que escribo sobre este tema y me temo que no será la última, más si se tienen en cuenta las prioridades de los habitantes de nuestro país, muy alejadas de la realidad en la que viven cientos de miles de personas. Parece como que el tener más bares, chiringuitos, terrazas y similares fuera más importante que el defender los derechos de quienes sufren el maltrato físico y emocional de una horda de tarados, quienes, antes o después, acaban por ajusticiar a sus parejas ante el sagrado juramento del género masculino, u obligan a una profesional a renunciar a su medio de vida ante los acosos de otra horda no menos peligrosa que la primera.

¿Todavía no entienden la razón de mis náuseas y mayúsculo enfado? Espero que lo entiendan, porque si no es así empiezo a pensar que nuestro país y sus habitantes necesitan algo más que un repaso, y de manera MUY urgente.

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