Pudiera parecer que el alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, Juan José Cardona, ande perdido. Que toma decisiones atolondradas, sin orden ni concierto, sin más justificación que la de ir respondiendo a los impulsos que le llegan, ora de un titular de prensa, ora de una inspiración propia o de su círculo más cercano. Como si hubiera decidido romper en mil pedazos su programa electoral para gobernar la principal ciudad de Canarias con un grado de improvisación sólo permitido a los grandes tecnócratas que llegan al poder reclamados unánimemente por los mercados, aupados por los oligarcas y por un poder ignoto tan superior que su mismísima existencia e identidad escaparían a las capacidades intelectuales del público municipal y espeso. Su público. Pues sí, así es. Es lo que parece realmente parece. Salvo algunos aciertos que aplaudimos, como la potenciación del turismo de cruceros y la intervención blanda pactada con la Autoridad Portuaria para la utilización ciudadana del itsmo, Juan José Cardona da la sensación de no haber superado el súbito ataque de grandeza y de fatuidad que es normal asalte a todo ser humano que obtiene una mayoría absoluta como la que le otorgaron en mayo de 2011 los vecinos de la ciudad. Se cree tocado por un don que le permite, no ya decidir en solitario y sobre la marcha cualquier asunto, por trascendental o banal que pueda ser, sino torcer su propio programa electoral hasta convertirlo en irreconocible.