Jueces y magistrados progresistas, muchos abogados, procuradores, funcionarios, ciudadanos, periodistas... depositaron muchísimas ilusiones en la llegada de Antonio Castro Feliciano al TSJC. Creyeron que su nombramiento iba a producir una apertura, la entrada de aire fresco por entre las vetustas y tétricas paredes del Palacio de Justicia. Esperaban la llegada de la transparencia y de la claridad, de la cercanía de la Justicia a los administrados, de la ruptura de la tradición, que marcaba que los poderosos tenían un tratamiento diferente al que se dispensaba al común. Pero todo el gozo en un pozo. El comportamiento del TSJC en el mandato del palmero ha sido de un balance tristísimo, como en los peores tiempos de la derecha casposa y oscurantista. El descrédito ha alcanzado límites jamás igualados, y sin que haya visos de mejoría.