Cohecho impropio, es decir, aceptar regalos o dádivas de cualquier especie en consideración al cargo. Ese es el nuevo delito que le ha endilgado a Baltasar Garzón el Tribunal Supremo en un gesto que no denota otra cosa que temor a que el magistrado pueda irse de rositas ante las otras dos alambicadas causas que tiene vivas, la de las escuchas a los golfos de la trama de Gürtel y su atrevimiento al investigar los crímenes del franquismo. El cohecho impropio, por si no se han percatado nuestros amables lectores, es el delito que le acaban de perdonar en Valencia a Francisco Camps y el mismo del que escapó Soria por prescripción en el Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Dice el instructor de la causa, el magistrado Manuel Marchena, que Garzón cobró unos cursos que, con permiso del Poder Judicial, impartió en la Universidad de Nueva York, gracias a la generosidad, entre otras empresas españolas, del Banco de Santander, a cuyos directivos vincula con causas que tuvieron que ver en otro tiempo con el magistrado perseguido. El auto de imputación de Marchena es muy sufrido y se lo deberían leer todos los jueces que alguna vez han organizado congresos o jornadas de las asociaciones judiciales. Se nos ocurre que podrían empezar a mirárselo los de la APM, que en tan sólo un año celebraron tres actos multitudinarios en Canarias pagados con fondos privados que magistrados en ejercicio pidieron personalmente a conocidos y acaudalados empresarios locales. Sabemos incluso que el balance presupuestario arrojó superávit en muchos casos tras la celebración del correspondiente bolo. Unas generosas aportaciones, por cierto, de empresarios con muchos litigios, especialmente en la jurisdicción contencioso-administrativa. Esto que le están haciendo a Garzón rebasa con creces el grado de vergüenza judicial.