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El blog de Carlos Sosa, director de Canarias Ahora
Traición, rendición, humillación, secuestro, golpe de estado, 155 duro, violencia, guerra civil… Los argumentos del presidente del Partido Popular, Pablo Casado, sobre Catalunya y sobre la gestión que sobre este conflicto está haciendo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, están tratando de conducir el debate hacia una frontera: la que separa a los que defienden la Constitución Española de los que tratan de violentarla para “romper a España” y acabar con nuestro régimen de libertades. A ese debate, convenientemente salpimentado por la prensa afecta a los extremismos, se ha sumado la posibilidad de ilegalizar a aquellos partidos que no superen un examen de constitucionalismo cuyos límites están siendo impuestos precisamente por el partido que más ha vulnerado el texto constitucional en sus cuarenta años de historia, el PP.
La utilización que históricamente ha hecho el PP del Tribunal Constitucional para fines puramente estratégicos y electoralistas tiene en el caso catalán uno de sus mayores exponentes. Como es bien sabido, es su recurso contra el Estatuto de Catalunya y su correspondiente sentencia uno de los factores determinantes de la actual situación. El PP, generalmente en connivencia con el PSOE, ha utilizado los nombramientos en el tribunal de garantías (y, como veremos más adelante, en las altas instancias de los tribunales de Justicia) para rebañar resoluciones convenientes a sus fines políticos, siempre con una visión cortoplacista de cada uno de los litigios, de cada uno de los conflictos, es decir, no más allá de los cuatro años que dura una legislatura. Da igual que el asunto se enquiste o no en el Constitucional (caso de la Ley del Aborto) o que el resultado pueda resultar catastrófico para la misma unidad de España que pregonan solemnemente (caso del Estatuto de Autonomía de Catalunya), porque lo importante es el ruido, o más bien la escandalera, y conseguir el propósito de que de la confusión salga el rédito correspondiente.
Una de las últimas aportaciones de Casado al debate político que padecemos en España ha sido promover la ilegalización de aquellos partidos políticos que atenten contra la Constitución. O por ser más precisos, contra su artículo 2, el referido a “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. La ocurrencia trata de asociarla Casado a la Ley de Partidos Políticos, que solo contempla la ilegalización en el caso de comportamientos que conduzcan a la violencia. Lo que explica a las claras por qué el PP y sus mariachis mediáticos han hecho todo lo posible por que los fastos del 21 de diciembre en Barcelona tuvieran un marcado carácter violento. Algunos de los periodistas más adictos a esta tendencia ilegalizadora no pudieron reprimir sus deseos, como fue el caso de José Antonio Zarzalejos, que se enfrascó en Twitter en un efímero y sutil debate con el subdirector de La Vanguardia Enric Juliana a la hora de describir el grado de las hostilidades previas al 21-D.
Pero puestos a aplicar la plantilla que propone Pablo Casado, la de ilegalizar a aquellos partidos políticos que atenten contra la Constitución, cabría plantearse abiertamente ilegalizar directamente el suyo. Porque es más que probable que no exista sobre la faz hispana una formación política con mayor número de atentados contra la Carta Magna que el que preside con tanta negligencia verbal el señor Casado.
El inquieto presidente del PP no se refiere en ningún momento a sentencias del Tribunal Constitucional que tumben decisiones políticas de aquellos partidos que pretende ilegalizar. Sencillamente invoca comportamientos que a él particularmente le parecen merecedores de una condena.
Esa posición tan radical le permite que queden eclipsados comportamientos de los que su partido ha sido protagonista principal que, de haber sido protagonizados por otros partidos, constituirían para Casado causa directa de ilegalización.
Veamos algunos ejemplos:
Pero, además de estas evidencias, el PP se ha tropezado a lo largo de la historia reciente con algunos revolcones especialmente llamativos propinados por el Tribunal Constitucional.
Ahí van algunos de esos casos:
No ha sido la única modificación legal promovida por gobiernos del Partido Popular que sufren contestación por su dudosa constitucionalidad. La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para reducir los plazos de la instrucción judicial alegando que se eternizaban en el tiempo (redactada, entre otros, por Manuel Marchena, el candidato del PP a presidir el Poder Judicial), especialmente pensada para las diligencias penales relacionadas con la corrupción, está demostrando haber sido promovida para dar facilidades a los cargos públicos implicados en asuntos turbios. El ejemplo más cercano lo hemos encontrado esta semana en el expresidente de la Región de Murcia, Pedro Antonio Sánchez, al que la Audiencia Provincial ha absuelto precisamente por la prescripción propiciada por esa reforma legal del PP. Ya está tardando el beneficiario en reclamar que le pidan perdón los que lo acusaron de corrupto.
Es cierto que ante todo este ramillete de violaciones constitucionales el PP no ha empleado la violencia, como pretende atribuir a los independentistas catalanes; ni ha quemado cajeros bancarios, ni sacado los tanques a la calle, condición indispensable para proceder a su ilegalización en aplicación de la Ley de Partidos Políticos. Pero es que no le ha hecho falta para imponer su criterio porque ha empleado otro tipo de violencia, la institucional. La que se ejerce en nombre de la ley vulnerando derechos fundamentales con absoluta impunidad. Es lo que tiene ser un patriota constitucionalista que pide la ilegalización de los demás.
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