Lo ocurrido la semana pasada en los dos palacios de Justicia de Canarias, en el de Las Palmas de Gran Canaria y en el de Santa Cruz de Tenerife, puede servir de magnífico ejemplo de lo que se cuece en las capas altas de la atmósfera de la Fiscalía en comparación con el trabajo al que sobre el terreno se tienen que enfrentar cada día los fiscales canarios. En el Gobierno causaron un profundo malestar las palabras del fiscal general, Vicente Garrido, que en su afán por defender apasionadamente a su mano derecha, Guillermo García-Panasco, fue capaz de poner en entredicho la necesaria equidistancia que la Fiscalía ha que guardar ante las críticas que recibe por parte de los medios de comunicación. Su discurso no contuvo ni una sola referencia a la corrupción, pero sí una tenaz defensa de lo bien que su departamento lo ha hecho en el terreno de la abstención en los casos en los que se ha visto implicada la esposa de su fiscal-jefe, alta funcionaria de la Comunidad Autónoma de Canarias y en estos momentos imputada en el caso Lifeblood. Podía haber esquivado el asunto a la espera de conocer el resultado de esas diligencias, pero prefirió lanzar su particular aviso a navegantes, tanto a la prensa como a los jueces que pudieran o pudiesen tener dudas. En Santa Cruz, por el contrario, la fiscal jefe provincial, Carmen Almendral, sí habló de corrupción, con referencias claras al caso de corrupción más importante que vive Tenerife, el de Las Teresitas. Pero en vez de a la prensa, atacó a los poderes fácticos. Y también defendía a la Fiscalía.