Aborígenes canarios momificados para la eternidad junto al brazo del abuelo

Varios restos óseos descubiertos en el enterramiento prehispánico ubicado en Guayadeque, Gran Canaria

Efe

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La prodigiosa conservación de las momias canarias ha atraído desde siempre el interés de los historiadores sobre los ritos funerarios de los primeros pobladores de las islas, pero parece que no todo está dicho al respecto: las momias siguen relevando hoy secretos, como que algunas fueron amortajadas con reliquias óseas de antepasados.

La revista Anuario de estudios atlánticos publica en su número de 2021 un informe sobre una de las últimas sorpresas que ha deparado la decisión del Museo Canario de iniciar en 2015 una revisión multidisciplinar de su célebre colección de momias, lo que está aportando novedosa información sobre diversos aspectos de la vida diaria en las sociedades prehispánicas.

“Desde los primeros exámenes se observó que algunos ejemplares contenían dentro del fardo restos óseos pertenecientes a un segundo individuo, en la mayor parte de los casos huesos largos”, exponen los autores del trabajo, Javier Velasco, profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria; Teresa Delgado, conservadora del Museo; y Verónica Alberto, arqueóloga de la empresa Tibicena.

En el artículo, citan cuatro ejemplos concretos de momias procedentes del yacimientos de Gran Canaria, como Guayadeque o Acusa, en los que se han descubierto dentro de las mortajas que protegían los cuerpos huesos de otros individuos, como cúbitos, tibias, fémures o, incluso, un diente con la base perforada.

La primera de ellas es la famosa momia número 8, a la que tradicionalmente se identificó como la leyenda de Artemi, hasta que el Carbono 14 reveló que se trata de un individuo que murió unos mil años antes de que el líder aborigen grancanario plantara cara a una expedición normanda en la batalla de Arguineguín de 1405.

Se trata de un varón de los siglos V-VI después de Cristo al que los arqueólogos presuponen cierto rango en la sociedad aborigen de la época, tanto por la riqueza de su mortaja, compuesta de cuatro pieles, como por las heridas que presenta su esqueleto, que sugieren el suicidio ritual de alguien que se lanzó al vacío desde un risco.

Con el esqueleto de ese individuo yace un cúbito izquierdo de otra persona, al que las pruebas atribuyen entre 13 y 122 años más de antigüedad. Sin embargo, los autores reconocen que no pueden afirmar con certeza que ese “brazo añadido” fuera colocado en la momia durante la preparación original del cadáver, porque el fardo que la envuelve estaba abierto cuando llegó al Museo Canario, en 1901.

Sin embargo, la situación se repite en otra momia de una mujer de los siglos VI-VII, a la que acompañan un fémur y dos tibias de otro individuo. El fémur es entre 61 y 210 años más antiguo que la momia, pero surge el mismo problema: el fardo estaba abierto y no se sabe si fue colocado ahí tiempo después, para “completar” el esqueleto.

Ahora bien, las dos tibias siguen dentro del fardo, en el interior de una bolsa de piel, envuelta a su vez por los pliegues de la mortaja en un punto de la momia que nunca se ha tocado. Difícilmente fueron colocadas a en otro momento que en la preparación del cadáver.

En otra momia de los siglos VIII-IX también se ha encontrado un cúbito ajeno al esqueleto, envuelto en los pliegues del lienzo de piel utilizado como mortaja, en un punto que tampoco se ha tocado nunca. Y el cuarto ejemplo corresponde a una muela de un joven, perforada en su base, recuperada en 1942 junto a otros restos humanos aborígenes de otros individuos en una cueva de Guayadaque.

Los autores se preguntan qué sentido tiene la presencia de esos huesos de individuos más antiguos en las momias, cuando se tiene conocimiento de que los canarios eran enterrados (en realidad, depositados en cuevas) sin ningún tipo de ajuar, sin ningún objeto personal asociado al papel o la trayectoria del difunto.

Sin embargo, recuerdan que las prácticas funerarias de los antiguos canarios estaba “fuertemente reguladas”, de acuerdo a un procedimiento que se repitió durante siglos, “sobre todo en lo que se refiere al tratamiento del cuerpo” del difundo.

Por ello, creen que “parece claro” que si se incorporaron huesos de otros individuos dentro de la mortaja, sería siguiendo “comportamientos convenidos”, que no se emplearon para todos los individuos, sino que este gesto se reservaba “solo para una parte de la población, puede que significándola con respecto al resto”.

Para los autores, se trata de prácticas que contribuyen a reafirmar “la identidad colectiva”, que quizás buscaban la “legitimación de ciertos roles a través de la objetivación de un pasado ancestral presentado como colectivo”, utilizando restos óseos anteriores a modo de “reliquias” que no solo representan a un ancestros concretos, sino cuyo principal sentido sería “el de personificar la continuidad de la comunidad”.

Y recuerdan que la existencia de reliquias humanas dentro de las sociedades aborígenes de Canarias es algo ya apuntado por otros descubrimientos, como el hallazgo de restos humanos en contextos domésticos en varios yacimientos de las islas y también de las poblaciones norteafricanas antiguas de las que descienden los canarios. 

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