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Enseñanzas argentinas para tiempos de crisis

José J. Jiménez / José J. Jiménez

La economía social se abre hueco en Argentina. Lo que hace una década era una salida desesperada a la quiebra de empresas y el caos económico, hoy es una realidad con un impacto importante en los grandes números de la economía nacional. Según datos del Instituto Nacional Argentino de Economía Social (INAES), en la actualidad hay más de 25.000 empresas sociales en Argentina que generan el 10% del PIB nacional. Estas cifras se traducen en unos 500.000 puestos de trabajo. Realidad que nació como “fruto natural de la necesidad y se han terminado por convertir en una opción más para los emprendedores”, destaca Patricio Griffin, director del INAES. Cifras que se sumergen en todos los sectores de la actividad económica; del agro a la computación; de la gestión de servicios públicos a la sanidad; de la fabricación de componentes para automóviles a la minería.

Las cifras que ilustran el 2001 argentino y el actual contexto económico español arrojan un paralelismo inquietante. Durante la crisis del corralito, el país sudamericano alcanzó tasas de desocupación que superaron el 25%. Y un 18,6% de la fuerza laboral sobrevivía a duras penas con ocupaciones precarias u ocasionales. En España, hoy más de la cuarta parte de los ciudadanos y ciudadanas con edad de trabajar no encuentran donde ganarse la vida y las previsiones del Instituto de Estudios Económicos pintan un 2013 en el que el desempleo rozará el 28%.

En aquel 2001, el PIB argentino cayó un 4,5%, preludio de la hecatombe de diciembre. Las grandes cifras arrojaron una contracción de la riqueza nacional del 10,9% en 2002. En la calle, donde la macroeconomía se convierte en datos reales, el golpe se saldó con un 53% de la población por debajo del umbral de la pobreza. 2012 dejó, para España, una contracción del PIB interanual del 1,4% con un 26% de la población por debajo de la línea roja de la emergencia social.

En Argentina, la economía social ha pasado de ser un remedio desesperado, a una opción más de participación en la actividad económica. De la fábrica con estructuras propias del siglo XIX, a germen de nuevos polos de crecimiento tecnológico. De la agrupación de productores, al trabajo colaborativo. Este modelo económico se ha convertido, en los últimos años, en una especie de mito. Aunque la Argentina cuenta con una experiencia de más de 100 años en la formación de cooperativas, ha sido en la última década cuando este modelo de producción ha pasado a ser una pieza importante del puzzle. De la cooperativa agrícola se pasó a la fábrica recuperada y, de ahí, a la empresa colaborativa por pura convicción.

“Hay un nuevo modelo. Desde el principio, la cooperativa fue hija de la necesidad. Los trabajadores decidían optar por este sistema para conservar sus puestos de trabajo ante situaciones de vaciamiento empresarial. Ahora es una opción más para cientos de emprendedores, muchos de alta cualificación, que deciden optar por este modelo a la hora de crear sus empresas”, comenta Patricio Griffin. Esta transformación de fondo está teniendo especial incidencia en sectores clave de la nueva economía nacional. “Se puede decir que el futuro del desarrollo del software libre de la Argentina, en este momento, depende del movimiento cooperativo”, afirma el director del INAES.

Este es el caso de Gcoop, una pequeña empresa de programación que empezó hace seis años con un par de socios y que hoy da trabajo a una docena de informáticos. Junto a otras 20 compañías similares forma la Federación Argentina de Cooperativas de Trabajo, Innovación y Conocimiento (FACTIC), un embrión de lo que debe ser “un polo de actividad económica de alta capacitación y tecnología en torno a los compromisos de la economía social”, señala Leandro Monk, socio fundador. “Nosotros somos una cooperativa por elección y no por necesidad; creemos en el cooperativismo como herramienta de mejoramiento de las condiciones laborales de los trabajadores y como forma de contribución al cambio social”, indica.

Uno de los retos de este tipo de empresas es demostrar que son capaces de operar dentro de una lógica dominada por el libre mercado sin perder el compromiso social. Y Gcoop funciona. “En estos momentos tenemos más trabajo que manos; cada uno de nosotros cobra lo mismo que un empleado en relación de dependencia y somos nuestros propios jefes”, explica Monk, añadiendo que trabajan para grandes compañías, la administración pública y pequeñas y medianas empresas. Como encargo estrella, el emprendedor destaca “la elaboración de un sistema de gestión de clientes para uno de los mayores bancos de la Argentina”, trabajo que compatibilizan con un estricto compromiso con la comunidad. “Dedicamos el 20% de nuestro tiempo a proyectos destinados a asociaciones sociales que se cobran a mitad de precio”.

Plantar cara en un marco de feroz competencia. Esa es la clave. Medias del 70% y picos del 80 en ocupación son buenas cifras para cualquier hotel. “Son números que permiten competir con dignidad”, señala con orgullo Diego Ruarte, coordinador del área de comunicación del Bauen. Callao con Corrientes. Pleno centro de Buenos Aires. El resto bar de este hotel, símbolo de la lucha de los trabajadores para conservar sus puestos laborales, luce altivo el nombre de Utopía. “Esta fue la primera inversión fuerte que hizo la empresa como cooperativa para tratar de reflotar el establecimiento. Cuando alguien sugirió el nombre, la gente se entusiasmó”, recuerda.

Los números cuadran aunque “los criterios de rentabilidad del hotel no son los mismos que los de cualquier establecimiento comercial”. “Aquí prima lo humano y laboral sobre el beneficio económico; el compromiso social sobre la maximización de recursos”, dice Ruarte. El camino que siguió el Bauen es similar al de otras empresas: salarios impagados por parte de los propietarios, vaciamiento, deudas millonarias, mala gestión y el pánico de la plantilla al desempleo. “Empezamos con una planta y 20 trabajadores. Hubo que ir arreglando el hotel de poco a poco y la muestra de que esto funciona es que hoy contamos con 183 habitaciones en servicio y trabajamos 140 compañeros y compañeras”.

La mística de la recuperación

Todo empezó por el miedo al vacío. El colapso económico de 2001 dibujó un panorama sombrío para millones de familias argentinas. Ya en los años 70 se habían producido algunos intentos de control de empresas por parte de los trabajadores que, tras el golpe militar, quedaron en nada. Tras el 'corralito' la ocupación por parte de obreros hastiados se convirtió en una opción real de conservar puestos de trabajo. Hoy, unas 300 compañías 'recuperadas' ocupan a más de 10.000 personas en todo el país. La antropóloga Natalia Polti coordina el programa 'Facultad Abierta' de la Universidad de Buenos Aires, una iniciativa que pretende arrojar luz sobre un proceso que, lejos de remitir con el actual ciclo económico expansivo, sigue creciendo.

“El camino suele ser similar en todos los casos; nóminas que no se pagan, procesos de venta o cambios sociales fraudulentos para no cumplir con las deudas. Al final los trabajadores deciden hacerse con el control de la empresa y autogestionar su funcionamiento”, incide la antropóloga. Pese a que el ejemplo tipo suele ser una Pyme de entre 20 y 50 trabajadores, hay verdaderos monstruos como la cerámica Zenon, en Neuquén, que tiene más de 400 trabajadores.

La Imprenta Chilavert no entra en el grupo de estas empresas grandes. Cuando todo se fue al traste, no era más que un pequeño taller de impresión en el que trabajaban apenas siete personas que había ganado justa fama como editor de libros y catálogos de arte. “El vaso se rebosó el 26 de abril de 2002”, destaca Gerardo Figueroa. “Llevábamos más de tres meses sin cobrar y nos enteramos por un vecino que se iban a llevar las máquinas”. Figueroa, uno de los que se embarcaron en la aventura de autogestionar la empresa, recuerda que aquel día el antiguo dueño del negocio tuvo la mala idea de llamarlos a trabajar. “Estábamos terminando el laburo y vino el mecánico para desmontar los equipos. Con él no pasó nada, pero cuando llegó un electricista para apagarlo todo explotamos; a ése sí que lo echamos mal”, relata.

Los trabajadores “montaron guardia en el taller durante varios días” y se “cambiaron las cerraduras de la puerta para que nadie se llevara nada”, asegura el impresor quien añade que “pese a algunos fallos de organización fruto de la inexperiencia, nunca se ha dejado de trabajar”. Los criterios de eficiencia capitalista quiebran. “Aquí no estamos para maximizar los recursos o para amortizar los equipos al límite. Aquí trabajamos para tener un sueldo decente y un trabajo que nos permita vivir con dignidad”, resalta Hernán Cardinales. “No queremos hacernos ricos”, puntualiza. Y aunque ellos mismos aseguran que “hay fallos de organización y de eficiencia”, la realidad es que, tras 10 años de experiencia, la Imprenta Chilavert da trabajo estable a catorce personas y cuenta con una nómina de clientes fijos que supera el medio centenar. “El laburo nunca falta. Mal no debemos estar haciéndolo”, finaliza con orgullo Figueroa.

Un mercado para la utopía

La cooperativa agrícola funcionó en el país desde hace más de un siglo y, junto a las de servicio es una de las puntas de lanza del trabajo colaborativo del país. Pero fruto de las convulsiones económicas del cambio de siglo surgieron otras experiencias a pequeña escala que forman parte, aunque fuera de la oficialidad, de la economía social. Federico Arce gestiona 'El Galpón', un mercado diferente que nació al socaire de la crisis y que se ha consolidado como una de las experiencias de economía comunitaria más auténtica de la capital bonaerense.

La asociación Mutual Sentimiento existía desde antes. “Un grupo de represaliados por la dictadura militar la creó viéndolas venir. Estaba claro que las políticas económicas de los 90 iban a acabar en desastre”. Según Arce, esa reflexión en busca de opciones permitió dar una “respuesta rápida y ágil” al derrumbe. “Fue un momento en el que había que probar otras alternativas, porque sencillamente no había dinero en circulación. Y volvimos al trueque”, sentencia.

De la noche a la mañana, un viejo edificio junto a la Estación Federico Lacroze se convirtió en un lugar dónde se podía cambiar prácticamente de todo. “Se intercambiaban desde alimentos a ropa; de servicios médicos a consejo legal”, explica Arce. Fue el germen del actual mercado de 'El Galpón', una iniciativa que ocupó los restos de las antiguas cocheras de la estación. El mercado, en el que los productores han “eliminado la especulación propia de los canales capitalistas de distribución”, ofrece sus productos de manera directa a los compradores.

El espacio es autogestionado por los vendedores y gran parte de las ganancias se convierten en acciones formativas, solidarias o culturales. “Todo un reto”, destaca Arce quien señala que el principal objetivo “es lograr que muchos pequeños productores puedan vivir de su trabajo”. En la actualidad, una veintena de pequeños agricultores se ha instalado en El Galpón. “Durante toda la semana trabajan sus explotaciones agrícolas y los miércoles y sábados venden sus productos a unos 10.000 clientes al mes”.

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