La edad no te protege

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Esa mujer camina como si fuera a darnos una noticia. Una noticia no muy buena, es cierto, o eso pensamos al verla caminar con cara de temor, con el gesto encogido de quien piensa ser portadora de algo desagradable, con la sonrisa incierta de quien teme ser agredida en cualquier momento. Ella camina arrastrando los pies, sin ruido, sin querer ser notada, pero al mismo tiempo sabiendo que lleva marcado en los gestos la terrible noticia de sus años. Camina aferrada al bolso, a la bufanda y a los paquetes que carga con cierta dificultad como si llevara el peso del mundo repartido en los brazos. La edad ya no la protege y ella lo sabe. Le han contado historias de mala gente que arrastra a los viejos para sacarles el dinero de la paga, para quitarles lo poco que les queda del subsidio. Para herirlos, por placer, sencillamente.

Y toda esa penumbra en la calle. En la casa las cosas no son muy distintas. Desde hace tiempo observa los movimientos imperceptibles para los demás, no para ella, de algunos miembros de la familia cuando se acerca a la hora de comer y se sienta en el lugar de siempre y nota el cruce de gestos y miradas. Lo sabe. Sabe que ha llegado al punto en que la verdad suena a impertinencia y el miedo perdido a decir lo que piensas, a chocheces de la abuela. Ni caso, oye decir a su espalda, son cosas de la edad. Y ella, mientras, habla y habla como si le fuera la vida en ello. No se rinde. Ella nunca se rinde y espera el milagro. Ese día, ese momento mágico en que aparezca alguien que se siente a su lado en la mesa del comedor o en el banco del jardín y le pregunte qué le pasa o en qué piensa.

Ella se sabe perdida, ausente a veces, dolorida la mayor parte del tiempo. Sabe que se arrastra por las baldosas del dormitorio siempre con el miedo a ser descubierta vagando por el pasillo cuando ese caminar de madrugada es lo único que le calma los dolores de espalda o de las rodillas. Y no quiere molestar. ¡Dios sabe que no quiere molestar a nadie! Pero el ruido de su tos, el repique de la garganta a ciertas horas es una catástrofe. Porque, si somos sinceros, a ella lo que le apetece realmente es meterse en la ducha y que el agua caliente le alivie los dolores, pero también sabe que no puede hacerlo, que el ruido despertaría a los nietos, molestaría a los hijos y haría enfurecer al marido y a los yernos que necesitan descansar para madrugar y volver al maldito trabajo.

Lo sabe. Ella sabe todas esas cosas. Pero sonríe y se calla y se aleja todo lo que puede de la cocina, del salón, de la nevera, de la mesa camilla y del balcón. Ella se aleja y se arrincona por no estorbar, por no alterar el ritmo inalterable de lo cotidiano, por no sentirse una carga, un arrastre. Ella lo sabe y, a veces, demasiadas veces, se rinde y se apaga. Y entonces, en ese preciso día que parece rendirse, los que la rodean se miran con extrañeza y confunden su silencio con deterioro, su apartarse de los demás con demencia, sus muecas con dolores presagiados, su morirse con lo inevitable.

Ya nadie sabe qué le sucede a la abuela, a la vecina de al lado tan vivaracha siempre, a la viejecita de enfrente tan dada a salir y deambular por las calles sonriendo a todo el mundo. Nadie lo sabe. Ellas sí, pero no sueltan prenda porque han decidido callarse, meterse en la cama y dejar de hacer ruido. Han decidido no molestar más y dejar paso a los más jóvenes de la casa y del mundo. Ellas ya no entienden nada de lo que oyen o ven, y, la verdad, no les importa demasiado. El mundo se ha vuelto del revés y no merece la pena pasear por él, luchar por lo que siempre pensaron era lo mejor para él. Ya no. Ha llegado el diluvio universal y el agua arrastra todo lo que ella había construido y levantado con sus propias manos.

Desde la ventana de su cuarto mira cómo se derrumban castillos y plazas que parecían inexpugnables. Cómo caen al suelo gobernantes, magistrados, obispos y cardenales. Cómo el mundo se vuelve opaco y triste. Y ve, con asombro, cómo llegan a buscarla ángeles celestes de esos que ella escondía debajo de la almohada desde hacía ya muchos años.

Elsa López

8 de diciembre de 2020

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