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J. A. Torero de la vida

Miguel Jiménez Amaro

La semana pasada se me vino al recuerdo, escribiendo ‘Mecanismos de proyección. Legalísimo Giorgio’, mi amigo J.A., que  conocí en la Isla hace muchísimo tiempo, ¡Nada más que casi cuarenta años! Teníamos un amigo común que vivía en Madrid, de donde era él, que le dijo que se viniese a pasar unos días en La Palma, y que se podía quedar en mi casa. Y así lo hizo. J.A. era bajito, de ojos azules, tenía una abundante caballera lacia y un mostacho como el de Nietzsche, con el que mantenía cierto halo, o al menos a mi me lo parecía. La última vez que lo vi fue hace poco más de un mes, en una foto que me mostró este amigo común, en la que él estaba en el restaurante que regentaba, para su distracción, esperando la muerte, en Gijón, mientras luchaba contra su cáncer. En esta foto ya no se podía ver en él su cabellera, ni su mostacho, y estaba hinchado, ¡la quimio!, pero sí sus ojos azules que siempre te asaltaban. Yo dejé de verlo hace muchísimo tiempo. Solo mantuvimos escasas conversaciones por teléfono. El cariño entre los amigos no lo mata ni el tiempo, ni la distancia, ni la muerte. 

Era simpático, dado a querer, contador de chistes, aventurero, emprendedor, temerario, apasionado, arriesgado, bebedor, ligón, mujeriego. En fin, desde mi punto de vista, un Dionisio, o un personaje nietzscheano. Nunca lo vi achicarse ante nada. La adversidad le daba fuerza, y esa fuerza la descubrió a edad muy temprana, para poder sobrevivir. Nació de unos padres con muy buena situación económica, familias bien por los dos lados. Una vez me comentó que su madre le decía que él y sus ocho o nueve hermanos habían sido sus abortos, y que los cuatro abortos ‘naturales’ que había tenido, habían sido sus hijos. ¿Duro escucharle decir a tu madre esto? No he escuchado a ningún llamado animal decirle esto a sus hijos.  Sentirte visto por tu madre como un aborto. O pierdes el rumbo para toda tu vida, o extraes una fuerza descomunal que hace que nada te tumbe. El sacó una fuerza que solo lo tumbó, con sesenta años, un cáncer. Me dijo este amigo común, que cuando el médico le comentó lo de su enfermedad, que pensó en dos cosas, en plantarle cara con bravura como siempre hizo  ante el enemigo, y en reconocer que siempre había vivido como había querido, con galanía, y que se tenía que conformar con ello. Le había llegado la hora de cortarse la coleta. 

J.A. tuvo un hermano que estaba enfermo terminal de SIDA en una cárcel. Se lo trajo a su casa, bajo su plena responsabilidad, e hizo que su hermano se muriese sin  dolor alguno, con dignidad. Él lo procuró. Fuera de hospitales inhumanos y de cárceles menos humanas todavía. Nos hablaba, como cuando nos contaba todos sus buenos chistes, que su hermano, pocas horas antes de morirse, se puso en posición sentada en la cama, e hizo como un intento de levantarse, pero al momento dijo, preguntándose: “¿Pero yo no estaba muerto?”, y que se volvió a acostar para acabar de morir. Tengo muy presente en el recuerdo tanto este gesto de J.A. con su hermano, como el de que se ocupaba de que yo durante cuatro fines de año  recibiese, a través de nuestro amigo común, doce docenas de ostras de Arcade, frescas, ¡fresquitas! ¡Como la vida misma!

J.A., mi amigo que estás en los cielos de ahí arriba, y que anduviste tanto en los de aquí abajo; esta vida es cancerígena total. Estamos luchando contra un cáncer que es esta sociedad entera, que lo ha creado ella misma, el cáncer de las crisis que crean los poderosos cada vez que les viene en gana, el de las guerras, el de la explotación, el  de las desigualdades sociales, el del paro, el de las pobrezas extremas, el de la corrupción en el poder político, en el económico, en los valores morales, en la educación, en la sanidad, en todo. Y al mismo tiempo, estamos librando la batalla contra este otro cáncer, durmiente, que llevamos en nuestras células y que no sabemos cuándo despertará, como las células durmientes de cualquier organización fundamentalista o terrorista. Tú te atreviste a librar las dos batallas, y aunque te moriste, creo que saliste ganador, porque ganador es el que lucha, pierde o gane, no el que se pase al otro ejército, al del poder, o al de la muerte sin luchar contra ella. El cáncer mata, querido amigo, pero esta sociedad, los que llevan las riendas de ella, matan mucho más, y te dan golosinas y placebos para que no te enteres. 

Querido hermano J.A., cuando vea una docena de ostras de Arcade, ya sabes cómo les voy a entrar. Sin gafas ni tubo, a pulmón libre, y con muchísimas botellas de Cava Llopart, ¡que te gustaba tanto! Yo sé que los males de este mundo no se dulcifican con Cava Llopart, o con ostras de Arcade, pero a veces se hacen más llevaderos, desde la humildad, y no robándole el pan a nadie.

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