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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Enterrado en los ojos que un día besó (40)

Miguel Jiménez Amaro

Carmencita acabó de cantar Madre en la puerta hay un hombre cuando en la barra descorchaban la tercera botella de Cava Integral Brut Nature de Llopart y servían la tercera ración de bacalao rebozado. Carmencita fue a limpiarse las lágrimas estancadas en su cara de salitre al aguamanil. Regresó cuando las copas estaban servidas. Literato, Ulrike y Eladi esperaban con un trozo de bacalao en la boca a que ella volviese para chocar las copas. Brindaron justo en el momento en que el repartidor de periódicos bajaba los escalones del rellano y dejaba sobre un lado de la barra de madera y mármol una edición  especial de El Caso, periódico de sucesos, al que estaba suscrito La Carmencita, dedicado enteramente a Sor Ácrata, al que de momento no prestaron atención alguna. El repartidor voceaba algo así como: Vida, obra y milagros de Sor Ácrata hasta el día de hoy. Estaban ellos más inmersos en lo que comían y bebían, y en la alegría que sentía Carmencita por poder ir a México con su madre a conocer a su padre moribundo y poder despedirse de él.

Rebosaron las copas para llevarse al estómago los últimos trozos de aquel bacalao rebozado. Volvieron a brindar. Un recién llegado cliente cogía El Caso y lo abría al mismo tiempo que pedía un Mibal Roble, un Ribera del Duero de Roa, Burgos, en donde está la D.O., con diez meses en barrica de roble francés. Los cuatro vieron algo que les llamó la atención en aquel periódico de sucesos abierto  delante mismo de sus ojos, como la pantalla de cine de los NO-DO, con dos fotos de Sor Ácrata en la portada, una de ellas en la morgue, y otra en el mortuorio, abrazando en las dos al cadáver de Fernando. ¿Cómo pudo entrar, sin ser vista por nadie, Sor Ácrata con su fotógrafo, en la nevera de los fiambres del hospital? ¿Cómo pudo hacer lo mismo en el mortuorio antes de que lo abriesen a los familiares y amigos? La misma persona que está escribiendo estos relatos tampoco lo sabe, porque cree, - o al menos lo escribió así -, que Sor Ácrata estaba entre esas horas en el taller del Escultor, Manolo, emborrachándose con Licor Cacao Pico y haciendo sexo oral. ¿Tendrá Sor Ácrata la habilidad de estar en dos o tres sitios a la vez? O quizás fuera que Sor Ácrata  volvió a amenazar al Escultor con encerrarlo en una guagua, -la peor amenaza que se le puede hacer a Manolo-, que siempre lleva en su bolso y le ordenó que siguiese esculpiendo su estatua mientras ella iba con su fotógrafo a la morgue, al mortuorio y a la redacción de El Caso.

Carmencita los acompañó hasta la puerta del restaurante y la acera de la calle en donde se encontraron con Maguisa y El Charro, que venían de una tienda de disfraces en las cercanías de Mayor,  dispuestos a entrar en La Carmencita para  El Charro preguntarle a Carmencita cuál era la opinión de su madre con respecto al viaje a México del que le había hablado la madrugada anterior. El Charro, al verle la cara a Carmencita le sonrió. “No hace falta que te pregunte sobre la respuesta de tu madre, lo estás diciendo con tus ojos. Me gustaría bajar contigo al restaurante y que hablemos en la barra algunas cosa  relacionadas con el viaje a México”.

El Charro le dijo a Maguisa que acompañase a Literato, Ulrike y Eladi, y le preguntó a Literato si iban al Comunista. Literato le respondió que sí y que luego seguirían a La Taberna de Chueca. Maguisa asió a Eladi del brazo. “¿Porqué llevas el pelo tan corto, Melocotón?” “Estoy haciendo la mili. No me pude librar”.  “¿Y por qué no querías hacerla? ¡Con lo atractivo que son los soldados! ¡Aunque tú lo seguirías siendo aunque no la hicieras, Melocotón! Lo eras cuando de adolescente buscabas disculpas  para irme a ver fregar en la notaría, a ver cómo se movían mis pechos y mi culo mientras yo le daba al cepillo contra el suelo, y, adrede, yo los movía más para ti”. Eladi sonrió poniéndose de color más melocotón. Maguisa le apretó el brazo y después sonriendo le acercó la mano a la bragueta. “¿Te ha crecido?”

Literato, que iba caminando con Ulrike delante de ellos dos, se paró delante de la cabina telefónica para decirles a Maguisa y Eladi que venían reventados de risa: “Durante los cuarenta últimos días de la vida de nuestro hijo Hiperión,  él venía todas las madrugadas a llamar por teléfono desde esta cabina a Mónica para leerle los poemas que le escribía bebiendo en solitario absenta en La Taberna de Chueca. Desde la altura de esa lápida que ahora pone Calle Sor Ácrata, en vez de Calle Augusto Figueroa, bueno, en verdad no lo pone, hay un pasquín pegado, como en todas las lapidas de la calle, fue desde donde se cayó Fernando colocando la última cartulina y matándose casi al instante”.

Maguisa soltó el brazo del que tenía asido a Eladi y se persignó. “¡Pobres dos chicos! A los dos los metió Sor Ácrata en el tantra negro y les propició la muerte. ¡Pero qué necesidad tan grande tiene esta mujer de que la anden adorando, de tener el nombre de una calle, después el de una plaza, con los quebraderos de cabeza que tiene que dar eso!  ¡Si hasta me han dicho que ya piensa en ocupar un alto cargo político  cuando se jubile y más tarde ser la primera presidenta de los Estados Unidos de América! ¡Qué locura es esta!”  Maguisa se volvió a persignar.  “¡Pobres chicos muertos por tanta vanidad ajena”. Volvió a asirse del brazo de Eladi y a reírse con él. Entraron al Comunista detrás de Literato y Ulrike, un Literato y una Ulrike a los que se le habían puesto los ojos algo llorosos, a uno algo más azules, azules, y a otra, algo más verdes, verdes.

Sobre la barra del Comunista había otro ejemplar de la edición especial de El Caso. Maguisa lo apartó para que no estuviera al alcance de la mirada de Literato y Ulrike. “¡Enfermiza vanidad!” Había notado algo extraño en aquellas dos fotos de portada. Se dio la media vuelta, retomó el periódico de sucesos y se fue con él a la calle, a la cabina telefónica, diciendo que tenía que hacer una llamada, lo miró con detenimiento y observó que las dos fotos de portada de Sor Ácrata con Fernando, en la morgue y el tanatorio, estaban trucadas. Siguió ojeando el periódico. Le llamó la atención la cara de otro adolescente muerto fotografiado con Sor Ácrata,  que por su enorme parecido con Ulrike pensó que era el hijo de Literato y ella, Hiperión. “¡Pues si esta foto está trucada también! ¡De algo me sirven a mi todos los años que llevo en los estudios de cine de Fellini en Roma, mi actual segunda casa!” Había otra foto en El Caso de Sor Ácrata abrazando a un tercer adolescente muerto, pero de este otro pobre chico Maguisa no tenía pista alguna

Maguisa, al salir de la cabina, con El Caso en la mano, se tropieza con El Charro, que venía de La Carmencita, con la alegría en la cara de poderle dar a su padrino, el padre de Carmencita, la noticia de que regresaría a México con su mujer e hija que irían a despedirse de él en vida. Maguisa le comentó al Charro que entrasen prestos en El Comunista, porque había dicho que salía un momento a hacer una llamada y que lo más seguro era que la estaban esperando, y que más tarde le comentaría a él lo que había descubierto en El Caso.

En El Comunista no esperaban que Maguisa entrase con El Charro, así que abrieron otra botella más de Cava Integral Brut Nature de Llopart  y le sirvieron una copa, al mismo tiempo que le pusieron otro tenedor más para el rabo de toro que les habían servido. Chasquearon las copas. Al escuchar aquel sonido de cristales a Literato y Ulrike se les fue aquella pena que sintieron por no poder disfrutar sino un corto espacio de tiempo, dieciséis años, de su hijo Hiperión, se les fue aquel triste azul, azul y  triste verde, verde de sus ojos retomando la consciencia de que Hiperión estaba viviendo en su nuevo mundo con total intensidad y plenitud.

Eladi se interesó por el disfraz que se habían comprado Maguisa y El Charro en las cercanías de Mayor. Maguisa le respondió que en el momento de entrar en la tienda, cuando la dependienta les preguntó “qué querían”, se echaron a reír mirándose a la cara el uno al otro diciéndose: “¡Pues si ninguno de nosotros dos necesitamos disfraz alguno, somos nuestro propio disfraz! ¡Nuestra vida misma es nuestro disfraz!” Una vez acabaron de reírse le pidieron disculpas a la dependienta y se dirigieron a La Carmencita, en donde se habían encontrado, en la puerta de entrada con ellos saliendo.

“Yo no tengo, Maguisa y Charro, el mismo rodaje que vosotros dos. Yo no puedo decir aún, como vosotros, que la vida que llevo viviendo pueda ser mi propio disfraz, me queda mucho celuloide por filmar. Quizás un día yo haya construido conmigo mismo un personaje como lo habéis hecho vosotros y no necesite de máscara o disfraz. Pero hoy por hoy no lo es así. Anoche, en Barcelona, cenando con mis padres, Mercedes y Pompeyo, les pregunté cómo me verían disfrazado de Ben Thurpin, como lo hace  mi padre todos los treinta y uno. Ellos celebraron la idea y rieron. Le dije a mi padre que si yo podía tomar ese testigo suyo en vida. Mi padre se sonrió y me respondió que entonces ya éramos dos cómicos americanos en la casa, dos Ben Thurpin. Cenábamos con Cava Leopardi Brut Nature Gran Reserva de Lloparat. Añadió Pompeyo que después de la cena abriríamos otra botella y que me iba a enseñar algunos gags del célebre artista. Mi padre llegó a más. Sacó el proyector y nos puso a mi madre y a mí cortometrajes de Ben Thurpin. Maguisa, ¿a ti no te importaría, después de la siesta, acompañarme a esa tienda de Mayor para comprarme el disfraz?”

El Charro pidió tres botellas más de Cava Integral Brut Nature de Llopart y lo que quisieran de picar. Quisieron seguir con el rabo de toro. Una vez finalizada la consumición pagó todo lo que se debía y salieron a la calle para dirigirse a La Taberna de Chueca.

El día seguía tal como había nacido, gélido, como las montañas en las que viven los osos. No se volvió a saber nada más de  Greezly Adams, -John Houston en el Juez de La Horca-, si pudo encontrar un sitio más caluroso en donde  él mismo  enterrarse o no. Ellos, Maguisa, El Charro, Ulrike, Literato y Eladi, al igual que el viejo Houston buscaban calor, pero no para enterrarse, para poder seguir viviendo en paz y alegría, por eso enfocaron sus tomavistas a la adorada Taberna de Chueca, que cuando la hallaron estaba cerrada, pero que detrás del vaho de los labrados cristales escarchados se divisaban los movimientos de los camareros volcados en los preparativos de la fiesta de esa noche.

Literato les tocó en los cencellados cristales de la puerta. Uno de los camareros se acercó a abrir. Entraron frotándose las manos. El Charro pidió a viva voz tres botellas de absenta. Luego miró para la mesa en donde en vida  se solía sentar Hiperión y pidió otras tres botellas y tres copas para aquella mesa que todos los demás veían vacía. El Charro sirvió a los que venían con él. El Camarero llevó las tres botellas y las tres copas a la mesa de Hiperión. “Sírvalas por favor”- le dijo El Charro al camarero. Cuando las tres copas rebosaban absenta se materializaron ante aquellos ojos crédulos  Sigrid El Ángel Pelirrojo, Fernando e Hiperión, que leían El Caso y se tomaban aquella primera copa de absenta brindando en alto con todos los parroquianos. “Lo que cuenta El Caso son todo mentiras. Todas las fotos de Sor Ácrata están trucadas, son un montaje”- dijeron Fernando e Hiperión al mismo tiempo. Sigrid, El Ángel Pelirrojo, estaba en otros pensamientos.  Pensaba, mirando a Literato, lo parecidos que eran el hijo de ambos, Werther, y su padre.

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