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Tres de Mayo, Día de la Cruz

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La Palma, la isla del manto verde de fallas y de brezos, de laureles y de pinos, de palmeras y de dragos, en cuyos pueblos la huella del tiempo ha escrito la historia, incluso mucho antes de que el 3 de mayo de 1493, Alonso Fernández de Lugo la incorporase a la Corona de Castilla, al fundar Santa Cruz del Señor San Miguel de La Palma. Tierra de colonos de dispares procedencias y raíces, pues junto a los castellanos, fueron llegando genoveses, portugueses, franceses y flamencos. Un crisol de culturas que dio a sus habitantes un talante liberal con la tolerancia como principal virtud. Pero el palmero, además del carácter abierto, es un pueblo que trabaja y se divierte. Los municipios con motivo de sus festejos se convierten en un continuo bullir de iniciativas para realzar los principales actos en una tarea que une a los vecinos sin esfuerzo. La pretensión es que la fiesta no se desdibuje, ni pierda su auténtica dimensión lúdica y emotiva, tan emotiva que anímicamente nos toca muy profundamente las telas del alma. En ese sentimiento radica la razón de ser de estos festejos.

La capacidad expresiva de nuestro pueblo se traduce el Día de la Cruz en un rito común, de total entrega y veneración, que es compartido por los municipios hermanos de Santa Cruz de La Palma, Breña Alta, Breña Baja y Villa de Mazo en una experiencia estética, casi mística, en la que se une el presente y el pasado, como suele suceder con la pervivencia en casi todas nuestras tradiciones, pues en ellas acabamos por perder la perspectiva de lo temporal. El “enrame” de las cruces, ya sea con flores o con los motivos y fantasías originales y llamativas, es un compromiso con la cultura viva; con una manifestación del pueblo, que está vigente, que tiene mucho de ceremonial y rito, pero en la que, además, se fragua la convivencia en un afán por mejorar anteriores muestras, bajo el símbolo integrador y no excluyente de la Cruz.

Desde el comienzo mismo de su historia, el hombre ha otorgado a sus manos una especial significación, aparte de las capacidades infinitas que en sí mismas representan: con sus manos el hombre ha expresado siempre afecto y amistad, rechazo o acogida, asociación o límites. Con sus manos se ha ganado el pan y con ellas ha trazado a lo largo de los siglos y de la historia los caminos del arte. Las mismas manos que han amasado quimeras y desenterrado recuerdos... las mismas, que cada día son capaces de colgarnos nuevas ilusiones en el alma, olvidando por un momento la situación de crisis que vivimos. Las mismas que, desde siempre, son símbolo de fraternidad y sinónimo de trabajo.

Mayo solemne, envuelto en flores y productos naturales que, en estampas pictóricas y finos calados artesanos, despiertan los sentidos y honran a la Cruz con los más variados colores, elevando mil aromas a los cielos.

¡Cuánto amor en tanta maravilla!

¡Cuánta fe en tanto monumento!

¡Cuánta luz para quien se humilla

al pie de su sedoso asiento,

donde se alza con porte erguido,

la cruz, que derrama en el camino

la gracia de Dios, y con aliento

convierte en arte el pendón divino.

Así es la Fiesta de las Cruces. La que empieza en nosotros y termina en el vecino. La que comienza en el yo y acaba en el otro. Con las peculiaridades que la caracterizan en cada uno de los municipios, con maneras de hacer enraizadas en una tradición que se fortalece y las ha hecho subsistir a través del tiempo. La fiesta de las manos unidas para glorificar el madero de Dios hecho Hombre.

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