Protección integral a la infancia

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“El Congreso de los Diputados ha aprobado la Ley de Protección Integral a la Infancia y Adolescencia frente a la Violencia. Es la primera ley que protege a los niños y niñas frente a cualquier tipo de violencia: maltrato, abuso sexual o acoso. Ha sido fruto de más de doce años de lucha de supervivientes de esa violencia, de organizaciones sociales, del esfuerzo legislador de tres gobiernos distintos y de aportaciones de grupos políticos de todo signo para lograr una ley de consenso. Cuando esa ley entre en vigor llegará la protección a la infancia en varios ámbitos como son la prevención de abusos, la detección temprana, la atención inmediata y la recuperación de la víctima; se reducirán las cifras de maltrato, de abuso sexual y de acoso a menores. En nuestro país, cada año, la policía recibe más de 38.000 denuncias por delitos violentos contra niños, niñas y adolescentes y uno de cada dos casos de abuso o agresión sexual denunciado tiene como víctima a un menor. Estas denuncias son solo la punta del iceberg de la violencia hacia la infancia, ya que la mayoría de los casos jamás llega a denunciarse. Hoy, gracias a esta Ley, nuestro país es un lugar mejor para la infancia. Ahora seguiremos trabajando para que la Ley no quede en papel mojado y se haga realidad. Podemos erradicar la violencia hacia la infancia en nuestro país.”

Esas son algunas de las palabras que ha escrito Andrés Conde, director general de Save de Children España. He leído su carta. La he vuelto a leer de nuevo y de nuevo me he preguntado cómo es posible que algo tan terrible no haya sido resuelto mucho antes. Mucho antes que la ley de violencia de género, mucho antes del Pacto de Toledo, mucho antes de tantas y tantas leyes que han aparecido en el código penal hace más de cuarenta años, más de cincuenta, si me apuran un poco. No lo entiendo. No me cabe en la cabeza cómo padres de la patria, padres de la iglesia, y padres de familia (por citar a tanto patriarcado que nos ha gobernado, dictado leyes, cambiado el paisaje y el paisanaje de nuestra tierra) no se daban cuenta del horror que envolvía los cuerpos y las almas de tanta criatura desvalida, muerta de miedo, ignorada siempre. Cómo las madres de familia, siempre tan inquietas y vigilantes por la salud de sus queridos niños, hijos, nietos, sobrinos, etc., no advertían lo mal que muchos de ellos estaban resolviendo su entrada en la pubertad llenos de temor, de culpa y de angustia. Cómo, el resto de los familiares, no fueron capaces de entender los silencios, la tartamudez o las ojeras de tantas niñas y tantos niños que eran violados o sometidos a abusos sexuales delante de sus narices día tras día, noche tras noche, en la escuela, en el patio trasero, en el parque, en las escaleras del edificio o en los baños y dormitorios de su propia casa.         

¿Dónde estaban esas madres, esas maestras, esas monjas, esas almas caritativas y biempensantes que murmuraban sobre el sexo de los ángeles y criticaban las ropas y adornos de las putas de la misma calle donde sus niñas eran toqueteadas, penetradas y otras cosas de las que nadie quiere hablar nunca? Porque “nunca” es la palabra exacta. “A mi hija, nunca”. “A mi hijo, jamás”. Eso dicen los padres, los amigos de los padres y los vecinos del padre. Eso dicen las madres y las tías y las amigas de la madre cuando se comentan esas “menudencias” del acoso infantil, del abuso a menores, de violencia sexual a niños y niñas. Y, ¿Por qué? Yo lo sé. Porque no quieren oírlo; porque no quieren saberlo; porque se vive mejor callando, ocultando el horror, la vergüenza de un abusador cerca de uno, amigo de uno, padre de uno. Es mejor volver la cabeza y ponerse a hablar de cómo violan en manada o cómo se abusa, se acosa, se dispara a los otros, a los que nos son ajenos. Eso no duele tanto; eso no crea la conciencia mezquina y maniquea de que a mí no y a ti sí. Y veo un crimen y lo admito de cierta forma porque hay un adulto detrás del asunto. Los adultos saben, se defienden en la mayoría de los casos y, en la mayoría de ellos, podemos hablar de lo sucedido en otra casa, en otro pueblo, en otro país. Pero en el mío no, porque en el mío eso no pasa. Nosotros somos mejores, más honestos, mejores como familia, mejores como guardianes de una sociedad, y no digamos con los miembros más jóvenes de esa misma sociedad.

Pero es mentira. Es falso. Y lo sabemos. Callamos ante el horror y si alguien se atreve a señalarlo, lo criticamos y lo señalamos como a un ser de mente sucia (¡Mira que pensar semejante barbaridad! ¿Cómo va un padre o un abuelo a violar a ese angelito? ¿Cómo? Eso es mentira… Esa es tu mente enferma… Esos son pensamientos impuros…). Y así pasan los días y los años y nuestros hijos crecen y se convierten en seres llenos de traumas, de presentimientos, de terrores. Nadie se salva en ese pozo inmundo. El silencio rodea al sacrificado. El castigo por esa culpa de haber sido elegido por el animal depredador como víctima propiciatoria, ya nadie podrá quitárselo de encima. Lo mereces por haberte dejado violar. Lo mereces por haberte dejado querer por el abusador y haberlo querido tú a él. Lo mereces por obediente, por callarte, por no decirle nada a mamá o a la maestra. Y esa culpabilidad la llevarás siempre a tu espalda y nunca podrás amar y ser amado porque te hicieron confundir el amor con el sexo, la amistad con los abusos sexuales, la violación con la entrega y el cariño. Y así, hasta la muerte.

Elsa López

17 de abril 2021

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