Seres adictos de contenido

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Siempre hemos escuchado hablar de adicciones, es una de esas palabras que, cuando aparece, deja un rastro de angustia y silencio a su paso. Siempre, de la misma manera, al pensar en una persona adicta, nos hemos imaginado una figura desprolija, carente de raciocinio y, sin lugar a dudas, muy alejada de nosotros. Pero la vida nos demuestra, una y otra vez, que esa lejanía cada vez es más próxima y que la barrera que habíamos dibujado rodeando el término, hace tiempo se borró con las pisadas de tantas y tantas personas. Nuestra sociedad en forma de conglomerado humano se ha visto en la terrible tesitura de no poder, ni querer, vivir sin nuestras pequeñas dosis de adicción. Esa población adicta entre la que convivimos, ha terminado creando una dependencia excesiva e insana a un simple aparato, elevándolo, en algunos casos, al lugar de órgano vital. El móvil ha ido recogiendo todas nuestras posibles necesidades, se ha vuelto: despertador, linterna, reproductor de música, calculadora, agenda e incluso, en algunos casos, toma las funciones de pareja. Por lo que nuestro organismo, adaptándose a las circunstancias, no para de generar endorfinas con cada parpadeo de nuestro celular, estimulando nuestro cerebro en base a las notificaciones recibidas y conectándonos directamente a la velocidad de nuestros dedos.

Tener todo a un click de nuestra mano es sumamente delicado, porque el inconveniente del libre acceso a la información es que ni toda es válida o cierta, ni nosotros somos capaces de entenderla y más, si los datos recibidos no se basan en el lenguaje verbal. Hoy en día, nos hemos vuelto esclavos de nuestra falta de conocimiento visual, vivimos en un mundo dominado por imágenes, somos consumidores de contenido gráfico, del cual nos alimentan con cucharadas de opinión, aún sin ni siquiera ser conscientes de ello y ese es el verdadero peligro. No nos damos cuenta pero nuestro subconsciente se está llenando de mensajes implícitos con solo abrir nuestras redes sociales y lo peor de todo es que, la inmensa mayoría, se basan en modelos hegemónicos y estereotipados, que sin poder evitarlo, vamos incorporando en nuestra retina.

Las conversaciones, en la actualidad, tampoco escapan de este sesgo y siguen el mismo patrón, pareciendo ser más gráficas que escritas. Nuestras ideas las transmitimos a través del emoticono de WhatsApp que más nos satisfaga en el momento y si queremos profundizar en ellas, quizás, nos decantemos por un sticker o gif animado. Los más valientes han optado por personalizar sus gráficos, eso sí, ya no necesitamos tener el corrector activado, estos simpáticos complementos visuales han tomado la voz cantante, y sin duda, han ayudado a mantener despierta nuestra atención en el chat abierto. El contratiempo aparece cuando la misma imagen deseándote los buenos días, te la envía tu madre, tu tío y tu abuela, y entonces, te paras a pensar en la posibilidad de que la conversación sea carente de interés personal hacia ti, y se base, simplemente, en contribuir a la cadena de consumidores de contenido.

Este aluvión de imágenes no solo nos llega a través de WhatsApp, sino desde cualquier red social o medio de comunicación. Netflix, sin ir más lejos, se ha vuelto nuestro mejor amigo y nos acompaña en todo momento, nunca volverás a estar solo si decides, simplemente, pagar una mínima cuota al mes. La cadena de consumidores se hace cada vez más larga y el final de la cola empieza a difuminarse ante nuestra vista cansada de mirar a las pantallas. Pensando en todo ese contenido visual, nos sorprende nuestro analfabetismo en este ámbito. Desde nuestra infancia, estudiamos el lenguaje oral y escrito, pero la comunicación visual brilla por su ausencia. Y como en otros muchos casos, terminamos aprendiendo, tristemente, de aquello que no nos enseñan.

Dentro del currículo de Educación Plástica, Visual y Audiovisual, aparece cierto contenido en este sentido, pero la frontera de lo estipulado y lo normativo, nos vuelve a frenar en seco, y al ser una materia de la rama artística, las ideas preconcebidas de alumnado, familias e incluso compañeros docentes, nos golpean de lleno. En la mayoría de las prácticas pedagógicas, se sigue relacionando el arte con acciones decorativas o de entretenimiento, estableciéndose la enseñanza artística como una asignatura de segunda y, considerándose para muchos, una hora de recreo donde el alumnado tiene el aprobado seguro. Con esta amarga visión, la comunicación visual, que debería ser uno de los pilares fundamentales de nuestra sociedad contemporánea, sigue al margen de la educación y aun pudiendo ser un contenido transversal, se pierde entre los límites curriculares. Mientras nosotros, inocentemente, seguimos siendo esos seres adictos de contenido y seguimos estando desprotegidos para consumirlo.

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