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Espacio de opinión de La Palma Ahora

‘La vieja a veces bebía’

Elsa López

Yeray Rodríguez dice sobre La vieja a veces bebía que “la clave, seguramente, es que no hace falta estar, pero lo que sin embargo es innegociable es que parezca que se estuvo para poder ponerle al relato, sangre y respiración, en definitiva, verosimilitud, una de los ingredientes que nunca pueden faltar en la buena narrativa… El narrador no cuenta lo que ve, cuenta lo que vive. Y lo que sufre. Es hermano, pariente, vecino de todo lo que pasa y eso no se disimula tan fácilmente. Por ese primer motivo son tan golosos estos cuentos de Félix Hormiga: porque nos los cuenta desde dentro, con aliento a salitre y a bar de marineros, a calle oscura, casa llena y bolsillo vacío”. Podría decirse en término definitivo que es un libro de tristeza, pena y rabia, habida cuenta del gran componente de estas situaciones en la atmósfera social canaria. Si esta colección de relatos pertenece a algún género, sin duda, es al de la magua.

Con estas referencias me encontré un día con el libro de Félix sobre mi mesa. Vino por correo como a mí me gusta que lleguen los libros. Misteriosamente escondidos dentro de un sobre que uno puede abrir y saborear a solas en el momento del encuentro. Y así fue. Porque leer a Félix Hormiga es encontrarse con islas, con peces raros, raros amigos y un mundo especial lleno de magia y ternura. La ironía, el amor a los demás (y aquí entran objetos, personas, paisajes y animales diversos) es una clara forma de seguir la lectura de sus cuentos, de empezar a comprender lo que quiere contarnos, decirnos, explicarnos… Porque Félix Hormiga cuando escribe, explica el mundo y sus asuntos con una claridad y una precisión, tales, que acabas metiéndote dentro de él y entendiendo mejor lo que te rodea. Algo fascinante. Recorrer con Félix calles, casas, conversaciones, menudencias y actos de la vida cotidiana, es un ejercicio de prestidigitación. Todo cambia, todo se transforma en sus manos. Su escritura es la chistera de un mago y de ella puede salir cualquier cosa. Todo es inesperado en los cuentos de Félix. Inesperado y natural. Tan natural que acaba pareciendo inesperado. Por eso sorprende y por eso te cautiva.

Nada sucede en sus narraciones que a simple vista parezca extraordinario. Es la forma de decirlo, la manera de escribirlo y de hacerlo visible lo que las convierte en algo fuera de lo común. El uso del lenguaje, su particular manera de contar historias (reales o imaginarias eso es lo de menos ahora) hacen de Félix un heredero de los viejos contadores de cuentos africanos, aquellos que se sentaban a la sombra del gran baobab a transmitir las fábulas y leyendas de sus antepasados. Félix y yo hemos viajado juntos, como en las antiguas caravanas del desierto, por países y mares de distintas lenguas y colores, y siempre he tenido la sensación de encontrarme sentada sobre la arena escuchando a los viejos de la tribu. Porque los cuentos de Félix tienen ese calor de las noches alrededor del fuego cuando uno se predispone a escuchar las historias que acompañan a la familia desde hace siglos. Como esa colcha de croché que Amelia hizo de memoria porque no se dio cuenta de que se le había acabado el hilo; o lo que sucedió cuando el hermano se enamoró de la ciega; o cuando el barco azul llegó a la bahía con un muerto dentro; las mentiras de la vieja echadora de cartas; de Carmen y Carmela; de los pescadores que faenaban cerca de San Ginés. En resumen, del mundo que se va y él mantiene intacto en su memoria. Cuando repaso las historias de Félix recuerdo el cuento del remo, y de Manuel El Tuerto, del hermano de Jacinto, y de las tristezas que nos llegaban al escucharlo, y las risas y las lágrimas que nos hacían brotar sus historias. Y recuerdo a Félix Hormiga y sus islas oceánicas y lo que escribí entonces sobre él que sigue siendo, literalmente, lo mismo que pienso hoy:

“Había una vez una isla rodeada de amor por todas partes. En ella vivía un hombre aislado de los demás hombres por un exceso de comprensión y celo. Un hombre extraordinario de manos grandes, ojos grandes, grandes dientes y pies grandes. Un hombre de extraordinaria estatura interior. Era un hombre tan grande que no parecía que pudiese caber por las puertas o trepar a los árboles o ponerse calcetines. Se llamaba Félix Hormiga y era tan grande y tan bueno como un ogro de verdad. Pero no le gustaba comer niños, ni masticar piernas de otros hombres. A él le gustaba jugar, hacer cometas de colores, pintar barcos de vela, organizar carreras de peces y cosas así, aburridas y tiernas, según el criterio y las costumbres de los habitantes de otras islas. Un día, el hombre solitario, el feliz habitante de aquella isla inventada en un mar imposible, se levantó con unos sueños raros y decidió compartir su vida con otros hombres como él o parecidos a él o que, simplemente, querían ser como él...”

Así empezaba el cuento que nunca escribiré; el cuento que yo hubiese querido escribir con Félix Hormiga como personaje principal, para agradecer y compensarle del protagonismo que ha dado a sus amigos convirtiéndolos en héroes de una historia feliz. Pero no sé hacerlo, y no importa que no sepa hacerlo, que para eso están los encantadores de cuentos como él. Aunque, realmente, sería hermoso que nos escribiéramos cuentos unos a otros para conmemorarnos, para recordarnos como buena gente capaz de domesticar peces o compartir una sola nube; capaces, sobre todo, de inventarnos cada día un mundo mejor lleno de Hormigas generosas.

A veces me he preguntado qué sucedió en mi vida después de conocer a Félix Hormiga y tengo que sentarme a repasar con calma multitud de hechos extraordinarios, de actos poco usuales, de acontecimientos, en apariencia cotidianos, pero de una gran trascendencia cultural y humana. Por ejemplo, recuerdo un viaje que hicimos juntos a Fuerteventura Félix, Alberto Omar, Francisco Osorio y yo. No fue un viaje normal, nunca lo fueron los viajes que hacíamos juntos de país en país persiguiendo sombreros de copa y Alicias maravilladas. Íbamos de planeta en planeta, de pueblo en pueblo, contando cuentos a los niños adultos, y los contábamos a unas horas muy extravagantes, como las doce de la mañana, sin ir más lejos. ¿Y qué ocurría?, que los adultos se reían, se emocionaban, aplaudían, y salían del teatro con el corazón rebosando alegrías. Ocurría que, a veces, íbamos a comer cerca del agua cuando acababa la función, y, de pronto, el mar se volvía azul cobalto y los peces saltaban por encima de las olas y los pescadores llegaban a la orilla y saludaban a Félix y nos saludan a nosotros como si nos conocieran de toda la vida. Y nos regalaban caracolas y alguna historia fabulosa que Félix trasformaba en verdadera. Y luego, comíamos salsas extrañas y aceitunas rellenas y todo sabía distinto y como nuevo, y yo volvía reluciente a casa y mis hijos me preguntaban si había ido de fiesta de tanto que me brillaban la risa y el pelo.

Aquel viaje nos enseñó muchas cosas. Gracias a Félix aprendimos el nombre de los pueblos y la letra de los cantos populares que hablan de las gentes y de sus costumbres; aprendimos lo que comen y cómo lo preparan; cómo siembran, cómo hablan y de qué hablan. Yo, concretamente, aprendí, gracias a él y a Osorio, por qué Fuerteventura era tan plana y tenía tanta arena y por qué crecían las palmeras en los sitios más peregrinos. En otra ocasión, recorrimos El Hierro en coche y nos perdimos en el bosque; pero Félix había dejado caer piedrecillas de colores por el suelo para que pudiéramos encontrar el camino de vuelta, y, al regresar, empezaron a suceder cosas raras como que las piedras se habían convertido en nubes y los árboles tenían agua en las ramas y había duendes detrás de los árboles y las hadas corrían detrás del coche, y no se oían ruidos ni había gente triste alrededor. Y Félix Hormiga, a Osorio, a Omar y a mí que íbamos detrás de él muertos de miedo, nos iba contando historias de sirenas para que nos quedásemos dormidos y la oscuridad no nos asustase; pero Osorio, que es perverso como yo, no quería dormirse, que quería bajarse del coche y correr por el bosque persiguiendo duendes y llevándose alguno a casa para experimentar con él y hacer una tesis doctoral sobre el dialecto tan raro que hablaban.

Todas esas cosas nos acaecieron cuando recorríamos el océano juntos. Pasaban otras cosas igualmente excepcionales y dignas de ser narradas, pero eso lo contaré otro día. Hoy solamente quería hacerles llegar lo que sabemos de Félix aquellos que hemos tenido la suerte de quererlo y de embarcarnos con él buscando tesoros por esos mares de Dios. Nunca hemos hallado nada que no estuviera cerca de nosotros mismos, excepto los regalos que él nos hizo. Porque Félix Hormiga va dejando por las islas y los amigos muchas cosas: deja libros, deja cuadros, deja plumas, deja historias y vocablos nuevos. Deja su huella por todas partes; y, si te descuidas un momento y sales por la puerta a buscar la sal, por decir algo, él aprovecha esos segundos y te riega una maceta, o te cambia el agua del estanque o te roba el cariño de tus hijos. Es como un mago; como un profesor ambulante de espíritu socrático, abierto, liberal, y anti dogmático; como un viejo pescador curtido por el sol y la memoria que navega por el mundo de los sueños con una barca repleta de amigos que escuchan absortos las historias que él recrea o inventa para ellos.

En los tiempos que corren en que se vende la literatura como un producto de mercado y en que la poesía se muestra como un monstruo de feria multiforme y vociferante, encontrar un escritor como Félix Hormiga, humilde, apasionado, capaz de transmitir las más diversas emociones en el menor espacio posible y con las palabras precisas, ni una más ni una menos, es casi un prodigio literario. Cuando las mentiras editoriales nos dan gato por liebre; cuando los gestores culturales nos quieren hacer creer que el arte y la poesía es un valor cotizable sólo en bolsa o en mercados de marchantes y embaucadores, la presencia de un honrado escritor como él, es un aliento de esperanza para futuras generaciones de poetas y narradores. Y es bueno que se sepa que su magia, su ternura, y, sobre todo, su buen hacer como escritor, han elevado sus textos y la literatura de estas islas al lugar más alto; hasta el lugar donde el lector, cualquiera que sea su lengua o su cultura, puede llegar a reconocerlos y admirarlos, es decir, al de la literatura universal.

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