Enfadados con el mundo

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En el anterior artículo hablábamos sobre la ansiedad, y creo que nos es fácil vernos reflejados. Pero hay otra emoción que pasa mucho más desapercibida y de la que se habla poco: el enfado, la ira.

Como bien definen en su libro “Domando al dragón” Juan Sevillá y Carmen Pastor referenciando a los autores DiGiuseppe y Tafrate, el enfado “es un estado emocional subjetivo con un alto nivel de activación, que se produce por una percepción de amenaza: integridad física, propiedad o recursos presentes o futuros, autoimagen, estatus social y mantenimiento de las reglas sociales que regulan la vida diaria y el bienestar”. No es muy difícil encajar esta definición en la situación actual: hay mucho que perder y eso nos enfada. Nuestra integridad física está en juego cada vez que salimos de nuestra casa, visitamos a un amigo o nos tomamos un café en una terraza. Los vaivenes económicos ponen en peligro nuestros recursos futuros, y sobra explicar el duro revés a las mencionadas “reglas sociales que regulan la vida diaria”.

Visto desde esta perspectiva, el enfado se posiciona casi como el resultado natural de esta “nueva normalidad”. Desde un punto de vista evolutivo, la función del enfado es la eliminación de dicha amenaza. Lo vemos en los animales, desde el león que enseña los dientes si otro animal entra en su territorio hasta el gato que se eriza para que no nos acerquemos. El pulso se dispara, aumenta la temperatura del cuerpo, estamos “hiperreactivos” … Es la forma que tiene el cuerpo de prepararnos para una pelea física que nos permita ganar. Pero a nosotros nos está costando más de la cuenta eliminar nuestra amenaza, porque esta batalla no se gana con el cuerpo sino con la cabeza.

A un nivel más social, el enfado es la emoción con la que intentamos influir en la conducta de los demás para que estos empiecen a comportarse de una manera que consideramos más justa. Nos enfadamos cuando nuestros amigos no son puntuales, cuando alguien no respeta el turno en una cola, cuando nos mienten… El enfado en su máxima expresión se manifiesta a través de la agresión, un método “rápido” que muchas personas utilizan para conseguir que otra persona haga lo que el agresor quiere.

Todo lo que el virus nos quiere quitar, y que no estamos dispuestos a perder, no depende de nosotros como individuos, sino de que todos contribuyamos adoptando las medidas de seguridad que se nos plantean. Y de nuevo, esto no hace más que reforzar los sentimientos de ira, ya que no podemos controlar las acciones de los demás, y nos llena de cólera ver cuando los conciudadanos no respetan las distancias, o no usan mascarilla, e incluso cuando los políticos no toman medidas en la dirección que consideramos que deberían. Y por eso estamos enfadados con el mundo. Gestionar el enfado pasa por aceptar precisamente que no tenemos el control sobre lo que hacen los demás. Por tanto, sentirse enfadado es normal, siempre y cuando la frecuencia, la intensidad y sobre todo la duración del mismo no sean desproporcionados. Eso sí, dibujar la línea entre la duración “normal” del enfado y la desadaptativa, se torna una tarea complicada en una situación cuyo punto final es también difuso. Es por ello por lo que dejo la respuesta en manos del lector para que reflexione sobre su propia forma de vivir sus emociones.

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