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Sobre este blog

Así como hay traga-fuegos se podría decir que yo soy una devora-libros. Pequeños, grandes, para adultos, para niños, para reír, para llorar... Me da lo mismo, los engullo sin miramientos. Para mí, no hay nada mejor que un libro, una caja de galletas y horas libres, para rellenar con lectura.

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS

Si hay algo que un ser humano no debería perder a lo largo de su vida es la honestidad con la que ven los niños el mundo. Hoy día, en nuestra “políticamente correcta” sociedad bien pensante, cada vez es más fácil justificar cualquier tipo de atrocidad, amparándose en las distintas tonalidades de grises que existen. Poco importa el sufrimiento humano, si con dicho comportamiento se evita un conflicto con un vecino económicamente rentable o con un sátrapa del tres al cuarto.

Sin embargo, los niños son menos dados a tratar de vivir escondidos al amparo de los tonos grises y no dudan en calificar una cosa tal cual es, sin necesidad de recurrir a ningún artificio.

Por ello, el valor de un libro como EL NIÑO CON EL PIJAMA A RAYAS, no sólo por contar lo que cuenta sino, por cómo lo cuenta.

La historia -escrita por el irlandés John Boyle- arranca una vez que a Bruno, un infante de nueve años de edad, se le obliga a dejar su agradable casa en la ciudad de Berlín y mudarse a un viejo caserón en las afueras de la ciudad de Cracovia, a menos de cincuenta kilómetros de Varsovia, la capital de Polonia.

Para Bruno, aquella mudanza es del todo traumática, dado que no sólo debe abandonar su casa de toda la vida, sino que, además, tiene que dejar atrás a sus amigos y a sus abuelos.

Su madre trata de razonar con él, explicándole que todo se debe al importante trabajo que realiza su padre, razón por la cual tienen que marcharse de Berlín.

Bruno, a pesar de su corta edad, reconoce que su padre es un personaje importante –sobre todo cuando viste su uniforme nuevo y todos le llaman “comandante”- pero no logra entender por qué tienen que marcharse todos con él. Lo lógico sería que su padre se marchara y, al terminar su trabajo, regresara de nuevo a su casa. Y de ser más grande, llamaría personalmente al “furias” para decírselo y rogarle que no le obligara a tener que marcharse de Berlín.

Al final, y sin estar del todo convencido, Bruno termina por aceptar la situación y, tras un viaje en tren, llegan hasta su nuevo hogar. La primera impresión nada más ver el estado destartalado y viejo de su nueva residencia supone una ducha de agua fría en el ya mermado espíritu del niño. Para colmo de males, Bruno deberá hacer frente a los continuos rifirrafes que tendrá que soportar con su hermana mayor Gretel, una niña de trece años, la cual pretende comportarse como una adulta, aunque sólo sea una fachada para ocultar unos sentimientos muy similares a los de su hermano.

Tras el desconcierto inicial, el niño se empieza a familiarizar con su nuevo ambiente, el cual está muy condicionado por las alambradas que rodean buena parte de su nueva casa.

Bruno también tendrá tiempo de conocer a personas como Pavel, un anciano que trabaja para la familia y con el que Bruno descubrirá que las cosas no son siempre lo que parecen.

Su padre, tan distante y severo como siempre, sólo hará acto de presencia para recordarle cuál es su deber y cómo se tiene que comportar, algo a lo que Bruno ya estaba acostumbrado, aunque en su antigua y acogedora casa.

Al final, un día Bruno descubrirá que, tras la alambrada, vive gente, muchísima, muchísima gente y, lo mejor del caso, es que todos van vestidos de la misma manera.

Bueno, esto último lo descubrirá al conocer a Shmuel, un niño como él, que vive al otro lado de la alambrada. Shmuel será quien le diga a Bruno que todos los que están con él llevan un pijama a rayas -tanto los niños como los adultos-, además de un brazalete amarillo con una estrella de seis puntas bordada.

A partir de entonces, Bruno y Shmuel se encontrarán cada tarde, nada más terminar el primero sus clases, logrando que la monotonía de su nueva vida en Auchvizs fuera un poco más soportable.

La malo es que, como suele ocurrir cuando uno es pequeño, la vida de Bruno está condicionada por muchas cosas, en especial por los soldados al mando de su padre, los cuales no estaban muy por la labor de dejar que Bruno continúe siendo amigo de Shmuel.

Lo que dichos soldados ignoran, en especial el desagradable teniente Kotler, es que Bruno no es un niño que se rinda fácilmente, tal y como le había enseñado a comportarse su padre.

Por ello, Bruno decide que seguirá siendo amigo de Shmuel pasara lo que pasara y dijera lo que dijera Kotler y todos aquellos soldados que entran y salen de su casa. Una decisión que acabaría sellando su destino y el de toda su familia.

EL NIÑO DEL PIJAMA A RAYAS es una descarada visión, lejos de los matices de grises comentados al principio de este comentario, sobre los campos de exterminio nazis y toda la demencia que se apoderó de una país como Alemania, durante los años en los Adolf Hitler fue el responsable del tercer Reich Alemán.

Bruno representa a todos aquellos alemanes que, inmersos en los rigores de una terrible guerra mundial, no supieron, no pudieron, o no quisieron ver las atrocidades que el régimen estaba cometiendo por toda Europa. Sólo la abuela de Bruno es capaz de denunciar la demencia que rodeaba a los nazis, sus estandartes y sus desfiles, marcando el paso de la oca. Su voz disidente debió enfrentarse a la maquinaria del régimen de terror instaurado por Hitler y sus lugartenientes, sucumbiendo ante el poder de las armas y la intransigencia.

La nueva casa de Bruno se encuentra colindando con las alambradas del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, una de las mejores y más eficientes instituciones en el arte de exterminar ciudadanos de etnia judía y de otras, tales como gitanos. Se calcula que en las cámaras de gas murieron cerca de un millón y medio de personas, en su mayoría pertenecientes a la comunidad judía de Polonia.

No es casualidad que Auschwitz y algunos de los más sangrientos campos del régimen nazis, tales como Sobidór, Treblinka, Belzec o Chelmno, estuvieran situados en suelo polaco. De esta manera se logró exterminar, casi de manera absoluta, a los tres millones de judíos que vivían en Polonia.

Shmuel, el niño que se convertirá en el mejor amigo de Bruno en su nueva casa, era uno de esos tres millones de personas, obligadas a dejar su casa, primero para vivir en un ghetto ideado por la SS de Heinrich Himmler, y luego traslados en vagones de ganado, camino de “la Solución Final” que acabaría con todos los judíos de Europa.

En Auschwitz vivieron sus últimos días, en medio de unas condiciones infrahumanas, expuestos a los desmanes de cualquiera de sus carceleros o de nefastos personajes como el doctor Josef Mengele.

La diferencia del libro de John Boyne con otras aproximaciones de la locura nazi es que ésta se hace desde el punto de vista de un niño alemán, hijo del comandante del campo de exterminio. Para Bruno la vida, a pesar de la guerra, transcurre de una manera tranquila y con todos los lujos que una persona de la posición del padre del niño podía disfrutar, merced a su cargo.

Uno de los mejores pasajes de toda la obra es cuando el niño cuenta la velada en la que el “furias” y su compañera Eva, fueron a cenar a casa de sus padres. El “furias” al que se refiere Bruno es, ni más ni menos, que el Führer, Adolf Hitler y su compañera es Eva Braun. La forma en la que el niño describe toda la situación, en especial su forma de describir al dictador alemán, es precisa, clara y real. Además, describe el irracional comportamiento que se apoderó de buena parte de la población alemana, tras la llegada de un personaje como Adolf Hitler al poder.

En el extremo contario se sitúa el descarnado relato escrito por Ana Frank, la joven judía que permaneció varios años escondida en su casa de Amsterdam con su familia. Ana escribió en su diario todas sus experiencias vividas durante su encierro, las cuales están, como en el caso del relato imaginario, pero igualmente válido, de Bruno despojadas de cualquier artificio innecesario. Cuando Ana y su familia fueron descubiertas, los trasladaron hasta el campo de Auschwitz, aunque Ana moriría de tifus en el campo alemán de Bergen-Belsen, en 1945.

Lo mejor de todo es que EL NIÑO CON ELPIJAMA A RAYAS lo mismo lo pueden leer los niños –según comenta el propio editor, a partir de los doce años- como las personas mayores que piensen que ya lo han leído todo sobre el holocausto de los judíos en la Segunda Guerra Mundial y el legado que toda aquella locura supuso para las nuevas generaciones, por muchos que una, cada vez mayor minoría, se niegue a aceptar lo que de verdad pasó.

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