Un islote para enterrar el dolor

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El destino fue particularmente cruel con Patrick y Silvia Shiel. Un fatídico día de 1968 en Oxford (Inglaterra) Patrick conducía su coche, en el que viajaban también sus dos hijos, y sufrió un accidente en el que perecieron estos, los únicos del matrimonio. Patrick, arquitecto, inglés, profesor en la Escuela de Arquitectura de esa ciudad, comenzaba entonces a despuntar internacionalmente. Silvia, irlandesa, era profesora de pintura en el mismo centro académico. Ambos sintieron aquel día como la tierra se retiraba bajo sus pies y no mucho después decidieron abandonar su vida urbanita y marcharse lejos, a un lugar donde no hubiese automóviles. Deambularon por media Europa y, finalmente, en 1969 arribaron a Caleta de Sebo, el principal asentamiento de La Graciosa, donde construyeron su casa. En ella vivirían hasta el fin de sus días, perturbados sólo por las voces de los pescadores, el trasiego de las cabras y los camellos, y, ay, en los últimos años algún que otro maldito coche.

Patrick murió con cincuenta y nueve años a principios de los ochenta. Silvia, transcurrido ya el 2000 con algo más de noventa. Tras de sí dejaron su vivienda, una construcción que no pasa desapercibida a los visitantes del islote y que hoy cuida con mimo María Betancor, la joven graciosera que la recibió en herencia.

“Mi casa daba al mar”, cuenta María. “Delante sólo estaba el solar donde Patrick y Silvia construyeron la suya”. La actual propietaria evoca su infancia y su primera imagen de Silvia, “sentada en una caja de frutas”, contemplando como Patrick dirigía la construcción de su nuevo hogar, un espacio para recomenzar su existencia y mitigar el dolor junto a la naturaleza.

Situada en primera línea ante el Río, el brazo de mar que separa La Graciosa de Lanzarote, Casa Silvia, como la bautizó María tras la muerte de aquella, llama la atención del visitante que se aproxima a la orilla. Su perfil vigoroso se hace eco del agreste paisaje del islote, la arena circundante, los volcanes de Montaña Bermeja y Montaña Amarilla y el lanzaroteño risco de Famara, que tiene enfrente. Su color terroso y su enlucido rugoso, que evoca el adobe, sobresale entre las construcciones calcáreas predominantes en Caleta de Sebo. En la fachada, sobre la puerta de entrada hay dos rostros moldeados, tal vez los de Silvia y Patrick, tal vez los de sus hijos.

La arquitecta Blanca Lleó, profesora de la Escuela de Arquitectura de Madrid, entrevistó a Silvia para escribir un capítulo sobre su morada en su libro Sueño de habitar (Barcelona, 2005), en el que aborda también casas de Mies van der Rohe, Le Corbusier, Asplund, Mélnikov, los Smithson y Venturi, entre otros.

“Cuando llegamos a esta isla hace 26 años -le dice Silvia a la autora-, no había ningún tipo de máquinas, ni electricidad, así que construimos nuestra casa con mucha dificultad. Los materiales venían de Lanzarote en barcos ocasionales y nos ayudamos con los camellos de la isla. Mi marido -continúa Silvia-, quería que fuera de piedra, pero no pudo ser y se hizo finalmente con bloque de cemento. No quería encalarla sino dejarle un color natural. El viento y la arena han ido cambiando su color y ahora es dorado como la arena que viene del desierto”.

La llegada de aquellos extranjeros que venían para quedarse tuvo que ser un acontecimiento para los habitantes de Caleta de 1968. El poblado tenía entonces una sola calle de arena atravesada por algunos callejones, una iglesia, una escuela, un muelle, una estación de radio y lámparas de petróleo que por toda iluminación portaban sus residentes, una docena de familias de pescadores. Desde entonces el número de habitantes se ha incrementado (656 censados en 2011) y el asentamiento se ha extendido y crecido en altura, aunque las leyes de protección territorial han impedido, con alguna excepción aberrante, el desborde urbanístico. Los residentes de Caleta de Sebo siguen siendo en su mayoría pescadores con sus familias.

Merced al reconocimiento internacional que había alcanzado, Patrick recibió algunos premios de arquitectura con importantes dotaciones económicas, un fondo que la pareja administró con extrema austeridad hasta el final de sus días para poder vivir en una isla cuya economía se basaba en la pesca. Silvia y Patrick empataron pronto con los niños gracioseros y su casa fue con frecuencia patio de juegos del vecindario. “Algunos colaborábamos con ellos para hacer espectáculos de marionetas o cine de sombras con una sábana y una lámpara de petróleo”, recuerda María Betancor, que aún conserva algunos de los guiñoles que construyó con Silvia.

Hoy María alquila esta casa “sólo a personas que sepan apreciarla y cuidarla”. La vivienda, “una decantación inteligente y viva de la tradición moderna”, a decir de Blanca Lleó, yuxtapone varias estancias en torno a un patio abierto a los que se superpone el itinerario en espiral. El recorrido se inicia en el exterior, en el umbral de entrada al patio. A continuación, el espacio principal a doble altura, que contiene muebles y carpinterías realizados por Patrick y cuadros de Silvia, se estructura como la conexión diagonal ascendente que enlaza con la planta superior. El cuerpo en alto que se asoma al mar termina en una terraza cuya prolongación es un puente que recoge el punto de acceso.

“La casa es una montaña”, añade Blanca Lleó. “El paseo por la casa sugiere una escalada, es el argumento de un habitar vinculado con el paisaje circundante”.

Patrick y Silvia fueron a La Graciosa para quedarse y en ella, además de esta casa singular de la que cuida hoy María Betancor, tienen, como fue su deseo, su última morada: dos tumbas en el cementerio del islote, cuyas lápidas fueron creadas por ellos mismos.

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