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La Magdalena de Proust

"Big Bang Café", Carcassonne, Francia,  ©Leandro Betancor, 2005.

Leandro Betancor Fajardo

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Tardan bastante en servirte y aunque todos los peregrinos de este templo del café lo sabemos, no podemos evitar seguir viniendo. 

Despierto cada día con ese aroma entrando por la ventana y alojándose en mi pituitaria. Su estética de Dinner americano no me gustaba nada la primera vez que entré, pero ahora me parece el sitio más cool del barrio. He pasado de manifestarme, hace años, contra la gentrificación a ser hoy un siervo más de  este esnobismo que inclina la cabeza y moja sus labios en las tazas gigantes que sirven aquí, justo en la misma esquina donde compraba de niño mis bocatas de mortadela y queso envueltos en papel cartucho. 

Debe de ser la edad pero ya he dejado de sentirme culpable… hasta hablo con anglicismos que antes detestaba como cool y esnob, sin ruborizarme. 

El caso es que hoy la espera ha sido distinta. Incluso se me ha hecho más corta de lo acostumbrado gracias al chico que tenía sentado en la mesa de enfrente. 

Me miraba como si mi cara le resultara familiar y me hacía gestos, tratando de que yo lo reconociera. Yo le puse mi elegante cara de negación, cerrando los ojos, poniendo los labios a modo de puchero y negando con la cabeza. 

Al abrirlos, medio segundo después, el pibe estaba sentado en mi mesa, justo frente a mí. No entendí cómo se había movido tan rápido. 

Fue entonces cuando despejó la mesa, apartó los cubiertos, el servilletero y el tarro de azúcar y comenzó a simular que tocaba el piano sobre ella. Sonriente y sin quitarme ojo. 

Miraba sus manos, esos dedos esqueléticos  recorriendo el ancho de la mesa que simulaba ser un piano. Y como quien va subiendo el volumen, de a poquito, empezó a alojarse en mi cabeza una melodía que encajaba perfectamente con su paseo por las teclas negras y blancas de aquel mantel blanco y rojo. 

Al mismo tiempo su rostro también empezó a resultarme familiar. 

Fredy, el camarero, había dejado servido mi café y la magdalena del día. Esta vez de limón y jengibre, el mismo aroma y aseguraría, la misma receta que tenían las que hacía mi abuela. 

Recuerdo aquellas meriendas en su casa en las que, siendo yo aún el único nieto, me sentaba en su cocina con mi organillo a dar cuenta de aquel festín. 

Al abrir los ojos aquel espejo había desaparecido y yo, ya de vuelta en mi presente, desperté. 

Le pedí a Fredy que por favor cambiara mi café a descafeinado… y tres magdalenas más para llevar. 

Ya no aguanto las guardias como antes. Necesito dormir. 

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