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Niños con bolsa plástica

Camy Domínguez

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Cuando digo que jamás en mi vida me he emborrachado la gente me mira incrédula. No es concebible llegar a mi edad sin haberse cogido una buena cogorza de esas que llegas a casa a las mil, arrastrándote, vomitando hasta la hiel y sin saber ni quién eres. Y sí, es cierto, lo juro, nunca me ha pasado.

Mentiría si dijera que tampoco pruebo el alcohol. Me gusta un buen vino para acompañar un banquete, no descarto blancos ni tintos, si bien mi preferido es el afrutado bien fresquito. También me gusta una copa o un chupito de algún licor dulzón en buena compañía. De pequeña solía también tomar cerveza y recuerdo bien su sabor, pero hablamos de hace más de cuarenta años.

¿Que cómo he llegado hasta aquí sin haberme muerto de aburrimiento? Seguro que más de uno se lo pregunta. Nunca he dejado de pasarlo bien sin necesidad de tomar alcohol y he dicho y he hecho lo que me ha dado la gana sin tener que buscar falsas valentías, por respeto a mi propio cuerpo y a mi salud y por miedo a que algún efecto ajeno a mi voluntad controle mi cuerpo y mis acciones. Y eso es todo.

Sin embargo, me preocupa mucho el giro que ha dado la ingesta de alcohol en nuestro país. Cuando yo era jovencita recuerdo que un hombre que bebía era un desgraciado, un echado a perder, una persona sin futuro y, si era una mujer la bebedora, todo era un susurro entre las vecinas, un absoluto tabú. En las faenas agrícolas de mi familia nunca faltaba una garrafa de vino, para los hombres. A ninguna mujer se le hubiera ocurrido pedir un vaso de vino mientras estaban cogiendo papas.

Pero las cosas han cambiado y mucho. Los chicos de ahora no van a hacer faenas agrícolas pero buscan cualquier excusa para organizar una fiesta o sumarse a ella y en prácticamente todas el alcohol es insoslayable. Los verás en la flor de la adolescencia con sus trajecitos de ejecutivo con perneras enguantadas arremangadas en las pantorrillas, en una mano su chica minifaldera encaramada en unos tacones vertiginosos y en la otra una bolsa plástica del Mercadona con los vasos, el hielo, la botella de ron y el refresco. Son menores de edad pero ellos de alguna manera se las han ingeniado para conseguir las bebidas. Y lo peor: sus padres lo saben. Y consienten. Es más, los advierten: “Tú no bebas mucho”, ¿verdad, señora? ¿Cómo los vamos a educar en no hacerlo si nosotros no damos ejemplo? ¿Cómo puedes hablar con ellos hoy para evitarles un mal trago mañana si tú solo piensas en que llegue el fin de semana para irte de copas con los colegas? ¿Cómo puedes decirles que el alcohol que tú les suministras en casa es de mayor confianza que lo que le vendan por ahí?

¿Y mucho cuánto es? Algunos, por el ansia de que sus padres solo los dejan estar hasta las doce y hay que aprovechar esas tres horitas, se dedican a beber sin parar hasta que caen en el coma etílico. Sí, un coma es un coma. ¿Sabe usted lo que es estar en coma? Pues eso. Puede que no salga de esta y muchas veces, si sale, tendrá algo dañado por ahí.

¿Y cómo podían quedarse atrás los más pequeñines? Para ellos también hemos inventado la última perversidad en fiestas para niños, parties a media tarde con atrayentes cócteles y licores sin alcohol y esas artimañas para irlos encaminando en el consumo. Luego nos extrañamos, cuando leemos en la prensa, de que el consumo de alcohol en los jóvenes se inicia a los trece años, que tenemos un gran problema de salud pública.

Abran los ojos. Tenemos un país de una gran mayoría potencialmente alcohólica, por no decir que en la mayor parte de los casos esta adicción se combina con otras mucho peores. ¿Qué futuro nos espera?

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