Los primeros refugiados ucranianos llegan a Barcelona: “Mi madre pudo cruzar andando, pero mi padre no”

Los padres de Lina Vysotska se despertaron el jueves, como tantos ucranianos, entre el ruido de sirenas antiaéreas y el estruendo de las bombas. Aquella noche, tras esperar a que se calmasen las cosas, ambos iniciaron un éxodo, el mismo que el de cientos de miles de sus conciudadanos, hacia las fronteras con Polonia. “Mi madre pudo pasar andando, pero mi padre no, porque le faltan tres meses para cumplir los 60 años [fin de la edad de reclutamiento]”, lamentaba este martes su hija, con lágrimas en los ojos, tras pasar por las oficinas del Servicio de Atención a Inmigrantes, Emigrantes y Refugiados (SAIER) del Ayuntamiento de Barcelona. 

En tan solo cinco días, desde que estalló el conflicto armado en Ucrania, han pasado por las oficinas barcelonesas cerca de 300 personas que han recalado en la capital catalana huyendo de la guerra. Este martes continuaba el goteo de exiliados, a los que los funcionarios municipales asesoraban sobre los trámites a realizar, consistentes básicamente en dirigirse a la Policía Nacional para solicitar asilo. 

La escena ante el punto de atención a migrantes y refugiados de Barcelona se repetía cada pocos minutos. Familias enteras, parejas o personas sin acompañante acudían con la cabeza gacha, atribulados, a pedir ayuda e información a este recinto. Muchos de ellos acaban de llegar a la capital catalana. Otros llevan aquí un tiempo y solicitan ayuda para poder traer a los familiares que han quedado atrapados en la guerra.

Lina, que vive en Barcelona desde hace dos décadas, acompaña este martes a su madre, Oksana, mientras cuenta el calvario sufrido por ella y su padre en los últimos días, así como el de todos sus amigos y familiares que siguen en su país. Su ciudad, Bucha, queda encajada entre Kiev y el aeropuerto de Hostomel, con lo que se convirtió rápidamente en frente de guerra. “Ayer vi imágenes de la calle de mi escuela y estaba totalmente arrasada. Es horrible”, expresa.

El jueves en que se desató la ofensiva rusa, sus padres esperaron a la noche para huir. Salieron en coche hasta que llegaron a las largas colas en la frontera polaca. Allí esperaron durante días, hasta que ambos decidieron ir andando. El padre, que no pudo cruzar, fue enrolado a una suerte de patrulla policial en esa zona, comenta Lina. “En Polonia, mi madre fue ayudada por los voluntarios que traen dinero, ropa, comida… La llevaron en autobús a Varsovia y allí le pude comprar unos billetes de avión”, relata. 

En el Centro de Urgencias y Emergencias Sociales de Barcelona (CUESB) también se han atendido durante los últimos días a 36 personas originarias de Ucrania, diez de ellas de manera presencial. “Se trata principalmente de turistas que se han quedado en la ciudad y tienen dudas sobre los pasos a seguir”, explican desde este organismo. Según la conselleria de Derechos Sociales de la Generalitat, este martes había 73 ucranianos pernoctando en la red de albergues públicos de Catalunya en distintas localidades. El consulado ucraniano ha advertido de que un total de 139 nacionales podrían acogerse a este hospedaje provisional.

Catalunya es la comunidad con más ucranianos de España. Se calcula que residen más de 23.000 personas de esa nacionalidad de las 112.000 que están en España, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). En algunos municipios, como Guissona (Lleida, 7.345 habitantes) llegan incluso a suponer el 14% de la población.

Preocupación por los familiares mayores

Frente a las oficinas barcelonesas, Lina explica que sufre no solo por su padre, sino por sus abuelos, que están sobreviviendo en un sótano de Kiev sin oportunidad de poder salir. “No pueden conducir y mi padre no pudo irles a buscar”, lamenta. También por su prima y sus tres hijos –una de ellas, su ahijada–, que resisten a los bombardeos también escondidos en el trastero de su casa. “No pueden dormir, los niños lloran constantemente”.

La evacuación de las personas mayores es una de las preocupaciones más repetidas entre los entrevistados. Olga y Serhii Ischenko, 30 y 38 años respectivamente, llegan al edificio de los servicios municipales barceloneses con sus tres hijos y el padre de ella prácticamente al mismo tiempo que los medios anuncian una ofensiva rusa sobre su ciudad, Jersón, situada en el sur del país. 

“Mi madre tiene 58 años y mi abuela, 84”, arranca con la voz rota Olga, residente en Montcada i Reixac (Barcelona) desde 2015, cuando el conflicto en el Donbás la empujó a salir de su país. “Están escondidas en un sótano, no se atreven a salir”, prosigue esta dependienta, “el principal problema es que se están quedando sin comida”.

Le escucha su padre con lágrimas en los ojos. Rechaza identificarse, pero explica que vino en diciembre para ver a su hija y a sus nietos y pasar unos meses con su familia. “Mi billete de vuelta es para el 10 de marzo, pero están los vuelos cancelados”, explica en inglés el padre de Olga. “Necesito sacar de ahí a mi mujer y a mi suegra”.

Serhii, el marido de Olga, señala que desde que empezó el conflicto en su casa solo se escuchan llantos y gritos desesperados. Sus hijos, ajenos a lo que pasa en su país, están cada vez más preocupados ante el nerviosismo de sus padres. Lo más duro, apunta, son los silencios cuando se intenta contactar con sus allegados. “Cada día que pasa es peor, nuestra familia está totalmente sitiada y no podemos hacer nada”, explica, “solo rezar”.

Desde su llegada en 2015, este hombre de 38 años se gana la vida haciendo de guía a turistas ucranianos y rusos en Barcelona. Ahora ve como su fuente de ingresos se ha secado por completo. “Me estoy planteando pedir asilo o algún tipo de ayuda”, abundaba. “El alquiler son 600 euros y no sé cómo lo vamos afrontar todo”, remacha con dos de sus hijos en brazos.

Marga Ilievksy, nacida en Uzgorod, en el oeste de Ucrania, en una familia de origen macedonio, logró salir de su país por los pelos. Esta mujer de 54 años rechazó durante semanas salir de su ciudad. Su hermana vive en Granollers (Barcelona) desde hace dos décadas y le insistía en que se fuese con ella hasta que se rebajara la tensión. Ella pensaba que estaba exagerando.

“¿Cómo me iba a ir? En mi casa lo tengo todo: mi trabajo, mis hijos…Tampoco parecía que todo fuese a cambiar tan rápido”, constata desde Barcelona este martes al mediodía. El pasado martes finalmente se subió a un coche y viajó con un vecino hasta Kosice, en Eslovaquia. Ahí tomó un avión en dirección a la capital catalana dejando atrás toda una vida y una montaña de contradicciones y remordimientos. 

“Mis hijos y mis nietos se han quedado, me siento como si les hubiese abandonado”, señala compungida. “Por ahora me dicen que están bien, pero si esto dura más tiempo no sé qué pasará con ellos”. Su presente también es incierto. Sin trabajo y sin demasiados ahorros, sin apenas ropa ni objetos personales, su dilema es el de tantos otros que han logrado escapar: o intenta rehacer su vida en Barcelona o bien lo mantiene todo en stand by a la espera de una solución relativamente rápida al conflicto, una opción que ve muy complicada. 

Los nuevos refugiados ucranianos agradecen en todo momento la recibida y el trato que se les da en este equipamiento municipal, pero lamentan la falta de firmeza de la Unión Europea con lo que está sucediendo. “Entendemos que se le tenga miedo a Putin”, apunta Olga Ischenko. “Pero si se mira hacia otro lado ante un genocidio como este Europa tiene que entender que puede ser la próxima víctima”.