'Nuestro padre' expone al ginecólogo que inseminó a un centenar de mujeres con su propio esperma

Indianápolis es la capital del Estado de Indiana y una ciudad que no llega al millón de habitantes. En los años 70 y 80, con el bum de las clínicas de fertilidad y los nuevos tratamientos de inseminación, Indianápolis presumía de tener a uno de los médicos con mayor ratio de intervenciones exitosas. Se llamaba Donald Cline y por su consulta pasaron muchas mujeres de la zona, cien de las cuales –como poco– fueron inseminadas con su propio semen sin consentimiento. Todas ellas dieron a luz a bebés que compartían ADN con su ginecólogo.

Parece el argumento de una película de terror, y así es como lo trata el documental de Netflix Nuestro padre, una meticulosa investigación del escándalo que revolucionó a la opinión pública de EEUU en 2016, y que se saldó con una sentencia en el tribunal que no ha contentado a sus víctimas. Estas han encontrado frente a las cámaras de la directora Lucie Jordan un espacio seguro para contar lo que no se les permitió decir en el juicio. También él las intimidó durante años para que no hablaran.

“Al recibir una alerta de nuevo hermano lo primero que piensas es: por favor, que no haya salido con él. Pero seguro que un día pasará”, dice una de las 94 hijas biológicas de Cline. Esas eran las cuentas oficiales en el momento de la grabación del documental, pero advierten de que es un contador que sigue subiendo, como lo hace durante la hora y media que dura película.

“Casi todos vivimos en un radio de 40 kilómetros de la casa del doctor Cline y los unos de los otros”, desvela Jacoba Ballard, la primera víctima que fue consciente de la trama y tiró del hilo. “Camino por la calle y pienso que puedo estar emparentada con cualquiera”. Ella fue la verdadera cabecilla de la investigación mientras los tribunales y los medios no querían escucharla. Cuando todo empezó, “solo” eran ocho hermanos. Ese número se ha multiplicado por once.

El debate de la agresión sexual

Jacoba Ballard es la columna vertebral que sostiene la historia contra el doctor Cline. Nació rubia, pálida y con ojos azules en una familia reconocible por sus ojos oscuros y pelo negro. Desde pequeña se obsesionó con esas diferencias fisiológicas hasta que, con 18 años, su madre le reconoció que había sido concebida por inseminación artificial y que el esperma pertenecía a un donante desconocido, ya que su padre era estéril. El afán por descubrir al hombre con el que compartía ADN, le llevó a hacerse un test en 2014 que no desveló su identidad, pero sí que había tenido otros siete hijos. “Éramos ocho, ¿qué estaba pasando? Porque a mi madre le dijeron que nunca usaban al donante más de tres veces”, se pregunta Jacoba.

Era la política de la clínica de Cline y de muchas otras. “Era lo ideal, porque con más, por estadística, podrían llegar a casarse entre dos hermanos”, explica la enfermera que ejerció de asistente durante esos años en la consulta. Ella tampoco sabía lo que ocurría cuando el ginecólogo cerraba la puerta y se iba a otra sala a buscar las muestras de semen.

“Era el único que estaba en la consulta. Cuando Cline cerraba la puerta, me desnudaba y ponía los pies sobre los estribos, él estaba eyaculando en otra sala. Es repugnante. Cuando recibimos los resultados del ADN de mi hijo mis palabras fueron: 'Me violó 15 veces y ni siquiera lo sabía'”, dice entre lágrimas una de las mujeres que fue inseminada en los años 70. Otra paciente llevó el esperma de su marido, pero Don Cline lo tiró sin decírselo para introducir el suyo. “Me pone la piel de gallina pensar que la muestra de mi padre terminó en la basura”, dice la hija biológica del doctor.

Cuando el caso finalmente llegó a juicio en 2016, los hijos de las mujeres que fueron víctimas de esta inseminación pidieron que se le acusase de agresión sexual. El abogado lo rechazó porque no existían pruebas y porque las mujeres consintieron en ser inseminadas. “Es una violación, pero no a ojos de la ley”, les dijo. “Un médico puede hacerse una paja y meter su semen en la vagina de una mujer, una paciente que no se lo ha consentido, y no es considerado una agresión sexual”, se lamenta Jacoba.

El tribunal solo le sentenció por obstrucción a la justicia y le impuso una multa de 500 euros, un año de libertad condicional y la pérdida de la licencia médica, aunque en ese momento ya llevaba varios años jubilado. Le penalizaron por haber destruido los registros, pero no pagó por “donar” su esperma a pesar de sufrir una enfermedad autoinmune que han heredado algunas de las 94 personas que llevan su ADN. Tampoco por engañar a esas cien mujeres.

Este asunto escamó especialmente a la directora del documental. “Lo que me molestó tanto al principio fue el relato de que Cline 'donó' su muestra”, explica Lucie Jordan en una entrevista. “Quiero que sepa de inmediato lo que significa 'donar una muestra': tener una erección, masturbarse e introducirla inmediatamente en sus pacientes. ¿Cómo no se considera eso agresión sexual?”, se pregunta la cineasta. Para ella, Cline y el resto de médicos expertos en infertilidad que repitieron la práctica –al menos se han conocido otros 44 casos– “tenían un complejo de Dios”. “Ella quería un hijo y yo se lo di”, justificó Cline en el juicio.

Un fanático religioso

La consulta de Cline estaba anegada de crucifijos, pasajes de las Sagradas Escrituras y consignas ultracatólicas. En su investigación, Jacoba Ballard descubrió que en 1963 atropelló a una niña de cuatro años. “Después de eso se traumatizó y se volvió un fanático religioso”, dice uno de sus antiguos amigos y colega de profesión. Se convirtió en un miembro muy activo de su Iglesia, hacía bautismos en su casa y predicaba en cualquier lugar, incluido en su clínica.

De entre todas las escrituras, el versículo de Jeremías 1:5 era su favorito: “Antes de formarte en el vientre de tu madre, ya te conocía”. Lo tenía impreso encabezando la mesilla donde inseminaba a las mujeres. Algunos de sus hijos biológicos encontraron un nexo entre Cline y la secta ultrarreligiosa Quiverfall, que defiende convertir la Biblia en ley civil, tener el mayor número de hijos posibles para involucrarlos en la vida política y religiosa de la sociedad y preservar la raza blanca.

Odio decirlo, pero parece como si fuésemos parte del clan ario perfecto

“La mayoría de nosotros tenemos pelo rubio y ojos azules. Odio decirlo, pero parece como si fuésemos parte del clan ario perfecto. Es repugnante”, dice Jacoba. Al comienzo de la investigación, antes de que el caso saltara a los medios, ella y otros siete hermanastros se reunieron con Cline, que se interesó por sus nombres, edades y profesiones: “Parecía que nos estuviera clasificando”. “Da escalofríos pensar en que el médico que me creó es un fanático racista que usó a mi madre como una vasija”.

Nada de eso ha sido probado, por lo que las intenciones del doctor Cline al inseminar a cien mujeres con su esperma solo las conoce él. “Mi gran esperanza es que haya algún abogado que vea el documental y perciba que hay grandes lagunas”, ha dicho la directora. Las víctimas, hijos genéticos y mujeres asaltadas por el doctor, siguen buscando justicia. De momento, el impacto mediático del caso consiguió que en Texas y en Indiana sea considerado delito que los ginecólogos inseminen a sus pacientes con su esperma. El siguiente paso es que EEUU lo declare ilegal en todo el país. “Es nuestro objetivo”.