El fenómeno Abercrombie y por qué es una buena noticia que se fuera al traste
“Recuerdo entrar y pensar que habían embotellado todo lo que odiaba del instituto en una tienda”. Lo que ocurrió a finales de los 90 y primera década de los 2000 con Abercrombie & Fitch excede los peores preceptos de la moda y el capitalismo. Fue un fenómeno que caló en muchos países, incluido España, pero de manera especial en EEUU. Se resume en la sensación que abre el artículo y describe la periodista Moe Tkacik en White Hot, el nuevo documental de Netflix sobre una marca que fue orgullosa embajadora de una filosofía clasista, racista y discriminatoria. Tkacik fue testigo de ello durante su investigación para The Wall Street Journal, el primer medio que puso a Abercrombie en el punto de mira.
La historia de Abercrombie & Fitch es tan obvia que parece absurda. Su marca se originó sobre una idea de la belleza que tenía tres pilares: natural, norteamericano y clásico. Hasta ahí no dista de cualquier otra firma estadounidense de postín, como Calvin Klein o Tommy Hilfiger. Pero Abercrombie asumió que ese mercado estaba cubierto y se quiso diferenciar de dos maneras.
En primer lugar, bajaron un poco los precios para dirigirse a adolescentes y veinteañeros. En segundo, llevaron los anuncios publicitarios a sus tiendas y los recrearon con personas de carne y hueso. Los chicos y las chicas no debían ser solo impolutos en las fotografías, también lo eran si doblaban camisetas en el almacén, limpiaban los escaparates o atendían a los clientes en la caja. En ese momento, natural, norteamericano y clásico pasó a ser sinónimo de caucásico, musculoso para los hombres y esbelto para las mujeres. Todo lo demás se quedaba fuera.
Una de las características de la tienda es que no tenía escaparates. La ropa era lo de menos. A la entrada, esperaban dos chavales de unos 20 años, con el torso desnudo, que recibían al cliente con una sonrisa. Dentro, la luz estaba baja, la música de discoteca muy alta y los empleados solo lucían ropa básica: una camiseta blanca y un vaquero azul. Estaban proyectados para ser una aspiración. “El personal de nuestras tiendas es la inspiración para el cliente”, repetían los jefazos de Abercrombie.
White Hot muestra la caída de la firma de ropa, pero también un auge que pocas marcas han experimentado en tan poco tiempo. El milagro lo obró Mike Jeffries, CEO de Abercrombie & Fitch desde 1992 hasta 2014, que sacó la empresa a bolsa en 1996 por 112 millones de dólares. El cambio fue notable. Pasó de ser una tienda de artículos masculinos con olor a cerrado al lugar de peregrinación de la chavalería pija de EEUU. “Representaban sexo, juventud, espíritu americano y aire libre”, explica una experta de moda en el documental. “Eran el tipo de pijo que tiene un Golden Retriever y conduce un Jeep”, destaca otro extrabajador.
Jeffries tenía casi 50 años cuando llegó a Abercrombie, pero se propuso tomarle el pulso a los anhelos juveniles. O los que él pretendía que fuesen. “Querían que fuésemos irreverentes, muy graciosos y que atrajéramos a adolescentes y a veinteañeros universitarios”, recuerda una antigua diseñadora gráfica de la firma. Para lograr que la filosofía calase en sus trabajadores, Jeffries redactó unos mandamientos en forma de guía y creó un campus que imitaba a las hermandades universitarias. Allí la plantilla trabajaba de sol a sol, pero lo compensaban saliendo de fiesta casi todas las noches.
Homoerotismo y abusos sexuales
En las imágenes promocionales, el campus de Abercrombie & Fitch era un lugar de ensueño. Pero según comprobaron algunos trabajadores y periodistas invitados, era a fin de cuentas el parque temático de Mike Jeffries, cerebro del proyecto, y de Bruce Webber, cerebro de la estética. Se paseaban, atemorizaban a los trabajadores y dejaban muy claro su “tradicional concepción de la masculinidad y la feminidad”, desvela un reportero. “Una vez entró al taller y nos soltó: '¿para quién coño estáis diseñando? ¿Para Bolleras sin Fronteras?'. De forma explícita nos dijo que debíamos hacer ropa para mujeres y hombres sexys y heteros, no bolleras”, recuerda una de las de las encargadas de la colección.
Paradójicamente, tanto Jeffries como el fotógrafo Bruce Webber eran homosexuales. “Había muchos hombres gays involucrados. Y lo brillante de la marca era que pasase desapercibido para los jóvenes compradores de finales de los 90”, dice un artista al que le encargaron gigantescos murales llenos de hombres musculosos para las tiendas. El diseñador reconoce que gran parte de la iconografía de Abercrombie se basaba en el “homoerotismo”, una filosofía que se trasladaba a los campus y a las sesiones de fotos: “Aquello era el festival de la testosterona en su nivel más básico”.
No todo el mundo puede llevar nuestra ropa porque no queremos que todo el mundo lleve nuestra ropa
“Bruce Webber podía aprovecharse de su poder porque era muy famoso y excéntrico. Te invitaba a su casa a jugar con sus perros y luego te intentaba meter mano”, desvela Bobby Blanksi, uno de los primeros modelos de la marca y cuya imagen tumbado en la playa dio la vuelta al mundo. Él se negó y como consecuencia fue despedido, pero con otros no ocurrió lo mismo. Arrinconaba a los jóvenes durante las sesiones de fotos y muchas veces lo hacía acompañado del CEO. Aunque Webber siempre ha negado las acusaciones de abuso sexual, en 2021 cerró varios acuerdos extrajudiciales con algunas de sus supuestas víctimas.
Los comportamientos inapropiados de Jeffries y Webber eran solo la punta del iceberg. Mientras eso ocurría en los estratos más altos de la empresa, los centenares de tiendas estaban incurriendo en un delito sin saberlo, o sabiéndolo y disimulándolo muy bien. No solo “lucían” sus valores discriminatorios en camisetas (tuvieron que retirar una remesa en las que se leían chistes racistas contra latinos y asiáticos o frases como “¿Te sientes gordo a mi lado?”), sino que el manual de contratación diseñado por Abercrombie era una enciclopedia de malas prácticas y discriminación. “No todo el mundo puede llevar nuestra ropa porque no queremos que todo el mundo lleve nuestra ropa”, decía Jeffries.
Los dependientes negros se quedaban en el almacén o limpiaban los escaparates por la noche y varios asiáticos fueron despedidos sin más después de la visita de un alto cargo a sus tiendas. Cinco de ellos se animaron a denunciar. “Dijeron que no era discriminación racial, sino que no éramos lo suficientemente guapos, que éramos feos”, cuenta una de las chicas afroamericanas que delató a la marca. El asunto llegó hasta el Tribunal Supremo de EEUU, que investigó un centenar casos. “La discriminación no era algo aislado, era su marca, era su identidad”, afirma uno de los demandantes.
Abercrombie puso fin a la demanda colectiva con una indemnización de 50 millones de dólares y una avenencia: se comprometían a cambiar sus prácticas de reclutamiento, contratación y marketing a partir de ese momento. En 2011, contrataron a un jefe de diversidad y seis años después de su llegada, los trabajadores racializados aumentaron en un 53% en EEUU. Pero aún había mucho trabajo de lavado por delante.
La discriminación no era algo aislado, era su marca, era su identidad
Contra el 'body shaming'
Otra de las estrategias de renovación fue abrir tiendas en otros países por primera vez. Uno de ellos fue en España, donde se replicó la misma filosofía norteamericana en el corazón del barrio de Salamanca, en Madrid. A la entrada, dos chicos descamisados saludaban a la clientela con un: “Hey, what´s going on?”. Los encargados de reclutar a “modelos” –así se llamaban los dependientes de cara al público– se paseaban por las universidades y las bibliotecas a la caza de personas con un atractivo acorde a la marca. Poco importaba la experiencia laboral.
“Yo no vestía de Abercrombie porque no podía. Era un niño pobre, gordo y gay, la triada perfecta del bullying”, explica un activista sobre el body positive y trastornos alimenticios. Una vez superado el sesgo racial, los cánones físicos extremos que predicaba la marca de Jeffries cada vez casaban menos con los nuevos tiempos. No era algo que afectase solo a los trabajadores, era una filosofía que habían abrazado personas de la cultura pop como Ashton Kutcher, Jennifer Lawrence o Taylor Swift. El activista lanzó una campaña que recibió miles de firmas para que la marca incluyese un rango mayor de tallas, algo a lo que en un principio se negó.
“En todas las universidades hay chicos guays y chicos no tan guays. Nosotros perseguimos a los primeros, al típico chico americano atractivo con muchos amigos. ¿Somos exclusivistas? Absolutamente”, defendía el CEO Mike Jeffries. Su figura era constantemente ridiculizada en los medios y los escándalos que protagonizaba fueron desgastando la imagen de Abercrombie dentro y fuera de EEUU. En 2013, llegó a ser una de las tiendas más odiadas de Norteamérica según los compradores.
Yo no vestía de Abercrombie porque no podía. Era un niño pobre, gordo y gay, la triada perfecta del 'bullying'
Además, otros de los jefazos de su comité de dirección, el empresario Les Wexner, llamado el “Merlin de los centros comerciales” y creador del interiorismo de las tiendas de Victoria's Secret, fue acusado de colaborar con el proxeneta Jeffrey Epstein y de facilitarle a chicas jóvenes para su red. Abercrombie & Fitch había tocado fondo. En 2014 Jeffries dimitió como CEO de la empresa y fue el momento de reinventarla. Desde entonces han intentado sacarla a flote con unos valores mucho más cercanos a los aceptados hoy en día. “Ellos no inventaron la maldad ni el clasismo, solo lo empaquetaron”, explica Moe Tkacik.
La historia de Abercrombie no es solo la de una marca de ropa. Es la de una filosofía sexista, clasista y exclusivista que hizo un daño expreso a la sociedad y que por suerte ya no está de moda, como demuestran las campañas recientes de Roxy o Dove. “Hacer que un amplio espectro se vea representado e incluido en tu marca es actuar con cabeza. Habrá quien haga negocio con la discriminación, porque siempre hay gente que quiere considerarse a sí misma cool. Pero es fascinante ver cuántas marcas están intentando que cualquiera pueda sentirse cool”, resume la profesora de la Universidad de Ohio, Treva Lindsey.
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