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Prostitutas

Ha habido hombres y mujeres que han pasado a la historia por cuestiones peregrinas, frases majaderas o hazañas ridículas, pero lo habitual es que los personajes históricos se encuentren entre aquellos que han cultivado las ciencias, las letras, la religión o el sadismo con mayor fortuna. Los dirigentes políticos, por el contrario, suelen permanecer en la memoria de los pueblos más por las guerras perdidas y los muchos desastres cometidos que por la correcta administración de su autoridad.

Nuestro último presidente del gobierno puede pasar a la historia por muchas cosas. Tal vez por demasiadas. Lo normal es que pase por su natural tendencia a a la indolencia, pero, en fin, es posible que también pase por los hilillos del chapapote, por los mensajes a Bárcenas, por no haberse enteredo de que en su partido campaban a sus anchas filántropos de la talla de Francisco Correa o por su perfil decimonónico de chistoso bebedor de anís y ocurrente tertuliano en el Casino provincial de una aldea gallega lluviosa, preindustrial y caciquil. Méritos, desde luego, no le faltan.

Pero con todo no creo que nadie, ni siquiera sus incondicionales, puedan recordarle por haberse preocupado de desarrollar, modernizar o cuando menos no desatender demasiado las necesidades públicas de nuestro maltratado país. Mientras nuestro último presidente camina a paso rápido hacia su propia insustancialidad pronunciando la palabra España dieciseís veces veces por minuto para mantener contentos a sus votantes el país se va cayendo a pedazos.

Hace no mucho, si mal no recuerdo, teníamos que soportar una patria, grande, libre y demente pero ahora, merced a la codicia nacionalista que tan buenos resultados electorales le ha proporcionado a nuestro último presidente, tenemos una multitud de patrias, con lo cansado que esto resulta. Los contratos basura se han extendido por toda la geografía.

Las pensiones no dan ni para distraerse. Los hospitales rebosan de gente. La pobreza infantil es tan intolerable como creciente. La esclavitud laboral una aspiración juvenil. Las escuelas públicas carecen de presupuesto. Los pueblos de nuestra despoblada geografía interior están tanto o más desatendidos que las carreteras. Los dirigentes políticos roban toneladas de dinero público en connivencia con los grandes empresarios que tan a menudo nos suelen sermonear sobre nuestra escasa predisposición al trabajo. Los negocios de la sexualidad, el turismo de borrachera y el de la construcción se han convertido en nuestro único “tejido industrial” y el dinero que se necesita para acceder a una vivienda solo lo tienen los que las construyen, además de los traficantes de armas, de drogas, de influencias, de personas o de suelo urbanizable...

La realidad es la que es, pero, en fin, mientras los almendros florezcan, Cristiano Ronaldo meta un gol cada domingo, las cortesanos y las cortesanas de este disparatado reino de taifas dispongan de la envidiable capacidad de distraernos y en cada pueblo se instale un burdel, todos contentos. Durante los últimos años, en países como Suecia, por poner tan solo un ejemplo, las prostitutas se han reducido hasta quedar tan solo dos mil. En España, tierra de conventos, peregrinos y santas místicas, durante el gobierno de los conservadores, el número de prostitutas está en continuo aumento y siguiendo el ejemplo bíblico del milagro de los panes y los peces ya hemos conseguido multiplicarlos para superar la católica cifra de cien mil, el triple que dentistas... Nada, en definitiva, como un buen gobierno de conservadores para preservar nuestras tradiciones más respetables.

Ha habido hombres y mujeres que han pasado a la historia por cuestiones peregrinas, frases majaderas o hazañas ridículas, pero lo habitual es que los personajes históricos se encuentren entre aquellos que han cultivado las ciencias, las letras, la religión o el sadismo con mayor fortuna. Los dirigentes políticos, por el contrario, suelen permanecer en la memoria de los pueblos más por las guerras perdidas y los muchos desastres cometidos que por la correcta administración de su autoridad.

Nuestro último presidente del gobierno puede pasar a la historia por muchas cosas. Tal vez por demasiadas. Lo normal es que pase por su natural tendencia a a la indolencia, pero, en fin, es posible que también pase por los hilillos del chapapote, por los mensajes a Bárcenas, por no haberse enteredo de que en su partido campaban a sus anchas filántropos de la talla de Francisco Correa o por su perfil decimonónico de chistoso bebedor de anís y ocurrente tertuliano en el Casino provincial de una aldea gallega lluviosa, preindustrial y caciquil. Méritos, desde luego, no le faltan.