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Yo tampoco hice la mili

Sí, aunque por razones diferentes, yo tampoco hice la mili, como el Rey Felipe VI, pero en mi caso fue por una incapacidad manifiesta para el ejercicio de la milicia: tengo los pies planos. Según parece yo podría ser un gran pisador de uvas en esos lugares donde se hace el vino, pero nunca un buen soldado. En realidad nadie me hizo las debidas pruebas, como mucho un brigada me miró los pies apoyados sobre una placa de mármol, y luego miró con detalle la huella que mis pies habían dejado en ella. Hubo un gesto de aprobación, una inclinación de la cabeza, que fue interpretada como positiva por un escribiente de letras deformes que también vestía de caqui.

¿A qué viene esto? Ah, sí, acabo de ver unas imágenes en que Juan Carlos I y Felipe, su hijo, exhiben sus trajes militares, relucientes y hechos a medida, no como los pantalones que daban a los soldados cuando iban a servir a la patria. No me imagino a Felipe VI dirigiendo maniobras militares, ni tirándose colgado de un paracaídas, ni desembarcando frente a la costa escarpada de Marruecos, ni siquiera disparando al blanco, que es una maniobra tan limpia. Entonces, ¿a qué viene eso del traje militar, impoluto, que tanto puede servirle para pilotar un avión, capitanear una fragata o mandar a un batallón de tierra, porque es el mandamás militar más importante en la tierra, el mar y el aire? No voy a ponerme puntilloso porque, al fin y al cabo, el futuro Felipe VI no se ha metido directamente conmigo, como mucho, es la Constitución la que le tiene reservados todos los lugares preferentes.

La Constitución es una señora con muy malas pulgas que tiene sojuzgados bajo sus textos y sus caprichos a todos los españoles, ¿a todos?, ¡no!, el Rey y su familia están por encima porque a ellos les protege en exceso. Ahora le ha dado a todo el mundo por decir que Felipe VI está muy bien formado y preparado, y que será por tanto una garantía para el futuro de los españoles. No diré yo lo contrario, pero de ahí a reafirmar esa tontería va un abismo. Lo dicen quienes apuestan por la Monarquía como sistema de gobierno, y lo repiten porque saben que el carácter hereditario de la Corona es algo tan anticuado y clasista como absurdo.

Creer en un Rey es tanto como creer en un santo cualquiera, a sabiendas de que si su imagen cae al suelo y se rompe hay otras imágenes del mismo santo esperando en el almacén. Por eso se empeñan en subrayar la preparación y formación de Felipe VI que, si es tal, bien podría servirle para competir en unas elecciones para Jefe del Estado español democráticamente frente a otros españoles dispuestos a ello. Pero no será así, nunca será así, porque así lo prevé la Constitución. La farsa es la farsa, y no admite apósitos.

Felipe VI está ahí, en el pórtico, esperando que el “santo” Juan Carlos I sea descolgado del retablo para ocupar él la vacía hornacina.

Pertenece a una familia ejemplar en la que sus miembros más cercanos o andan de caería o son cazados con las manos en la masa. No es eso lo peor, porque se trata de algo extraordinario, y si tales irregularidades no se dieran podría parecer que la Monarquía hereditaria es una infalible garantía para el sistema democrático. La Familia Real española ha demostrado que no lo es. Además, Felipe VI será una especie de diminutivo de su nombre real: Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos (de Borbón y Grecia). Cada uno de sus nombres tiene una razón de ser. Siguiendo su mismo esquema nominativo yo me hubiera llamado Jesús María Venancio Jesús Pedro de la Ascensión, que no es moco de pavo. Es decir, que para recoger mi nombre en el DNI serían necesarias dos o tres líneas del mismo. Eso sí, en mi vida cotidiana seguiría siendo Josu.

No voy a entrar en su alcoba, ni siquiera en su vivienda, donde su vida ha discurrido como la de la gran mayoría de los españoles, aunque holgada en medios y sobrada en economías. Pero sí hay que detenerse en eso que se subraya con excesivo énfasis, para contrarrestar a quienes opinan que un Jefe de Estado ha de ser elegido de forma democrática. Ha estudiado Derecho en Madrid y lo ha adornado con un Máster de dos años en Georgetown, tal como ahora hacen muchos jóvenes cuando al terminar sus estudios superiores no encuentran un empleo, claro está que él por diferentes razones.

Su meteórica carrera militar no augura mucha eficacia en caso de que sea precisa su intervención, aunque la leyenda relativa a su padre se explaye en considerar sublime aquella comparecencia de la madrugada del 24 de Febrero en que, vestido de General de los Tres Ejércitos, abocó al fracaso el Golpe de Estado que había iniciado Tejero.

Sin embargo, lo importante son los adornos. Diplomas como Príncipe de Asturias, de Gerona y de Viana, Dique de Montblanc, Conde de Cervera y Señor de Balaguer. Eso sí, para llevar encima todas las condecoraciones que le han sido otorgadas necesita varios trajes, como esos militares rusos jubilados que se pasean por la Plaza Roja de Moscú inclinados hacia delante por el excesivo peso de las medallas. A Felipe VI le adornan ocho solemnes condecoraciones españolas, -dos Collares, cinco Grandes Cruces y una Medalla de Comendador-, y le adornan treinta condecoraciones extranjeras procedentes de todos los confines del Mundo. En este punto surge una pregunta:

¿Cuándo ha tenido tiempo suficiente nuestro inminente Rey para hacer tantos méritos? Por tanto, teniendo en cuenta que a partir de este momento tan señalado le van a llover premios, condecoraciones y títulos, no sabemos bien si tales distinciones serán acordes a sus méritos, o si sus méritos se verán acrecentados después de haber comprobado la gran profusión de distinciones que ostente.

Bien sé que el debate “monarquía o república” es de mucho más calado, pero es que me resulta de un papanatismo horrendo la nueva moda de ensalzar la Monarquía por parte de periodistas, tertulianos y demás expertos, dejando para nadie sabe cuándo el análisis de tantos años en los que la Familia Real ha campado a su aire, entre la holgazanería y el placer desbocado. La Tercera República tendrá que esperar porque la Monarquía posfranquista no puede esperar ni hacerse a un lado.

Sí, aunque por razones diferentes, yo tampoco hice la mili, como el Rey Felipe VI, pero en mi caso fue por una incapacidad manifiesta para el ejercicio de la milicia: tengo los pies planos. Según parece yo podría ser un gran pisador de uvas en esos lugares donde se hace el vino, pero nunca un buen soldado. En realidad nadie me hizo las debidas pruebas, como mucho un brigada me miró los pies apoyados sobre una placa de mármol, y luego miró con detalle la huella que mis pies habían dejado en ella. Hubo un gesto de aprobación, una inclinación de la cabeza, que fue interpretada como positiva por un escribiente de letras deformes que también vestía de caqui.

¿A qué viene esto? Ah, sí, acabo de ver unas imágenes en que Juan Carlos I y Felipe, su hijo, exhiben sus trajes militares, relucientes y hechos a medida, no como los pantalones que daban a los soldados cuando iban a servir a la patria. No me imagino a Felipe VI dirigiendo maniobras militares, ni tirándose colgado de un paracaídas, ni desembarcando frente a la costa escarpada de Marruecos, ni siquiera disparando al blanco, que es una maniobra tan limpia. Entonces, ¿a qué viene eso del traje militar, impoluto, que tanto puede servirle para pilotar un avión, capitanear una fragata o mandar a un batallón de tierra, porque es el mandamás militar más importante en la tierra, el mar y el aire? No voy a ponerme puntilloso porque, al fin y al cabo, el futuro Felipe VI no se ha metido directamente conmigo, como mucho, es la Constitución la que le tiene reservados todos los lugares preferentes.