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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Hamelin y la estatua del Jardín Botánico

José Juan González Gómez

Se cierran las puertas del Congreso de los Diputados, con un aldabonazo que resuena en toda la Carrera de San Jerónimo. Los leones bostezan abatidos, ante las miradas de sus señorías que dan por cerrado el primer y único, por el momento, debate de investidura sin investidura. El primer cónclave de diputados termina sin acuerdo para un gobierno del cambio, mientras tristemente languidece la tarde y se muestra un aura de pesar ante tamaña vergonzosa obra de teatro con final conocido, en el lugar en el que debiera residir la máxima dignidad del pueblo.

El candidato del PSOE a la investidura, Pedro Sánchez, ha tenido su momento de gloria, por el momento efímero, pero ha hecho gala de nuevo de su talante y valentía al exponer su programa de gobierno, con sosiego pero con firmeza. Un programa centrado, que pretende transformar y hacer progresar a nuestra democracia con avances que mejoren la vida de los ciudadanos. Con su estrecha corbata, a veces pensaba si realmente adornaba su semblante o apretaba como auténtica soga en su cuello. Desgranó no obstante en su discurso los ejes principales de su programa, basado en gran medida en el acuerdo cerrado con Ciudadanos, abierto a la incorporación de nuevas fuerzas y a la ampliación de sus presupuestos.

Este no es país de cobardes. Es evidente que no se puede perpetuar un Gobierno en funciones, argumentando que no pasa nada por estar sin Gobierno. Pedro Sánchez ha sido consciente desde el inicio de que la mayoría de izquierdas no era posible, se requería del concurso de otra fuerza política, que en modo alguno podía ser el PP, afectado de corrupción hasta la médula; entonces, ¿qué ha ocurrido, si la situación era tan clara? No es comprensible que la mayoría del cambio no se haya hecho efectiva, con propuestas que fomentan la igualdad, el empleo, la regeneración política y lucha contra la corrupción, y la solución del caso catalán con la modificación de la Constitución. Realmente Podemos desea nuevas elecciones, pues piensa que saldrá mejor parado que el PSOE, acaparando la izquierda que es su último y claro objetivo. Y porque le va la marcha, aun a costa del país.

Aunque Pedro Sánchez no ha salido investido tras la segunda votación de este viernes, ha logrado un claro objetivo personal: ganar credibilidad interna en su partido. Nadie osaría hoy día cuestionarlo, por la valentía y arrojo demostrados. Es ahora un líder que crece, que aprende y que desarrolla con propia luz un camino que podría a partir del lunes volver a lograr nuevos acuerdos con las fuerzas que ahora se lo han negado. Sánchez ha salido victorioso de varios comités federales, de la consulta de sus militantes sobre el pacto con Cs, y aunque no ha sido elegido presidente del Gobierno, lo ha intentado, y he ahí la grandeza de su acto. Ningún otro candidato ha tenido agallas para ello, y únicamente por esto merece respeto y reconocimiento. Incluso Carmena, alcaldesa de Madrid, reclama el apoyo a la investidura de Sánchez.

Ya sabemos que las manos siguen tendidas para la negociación, los corazones abiertos, y a pesar de que algunos quieren transformarla en negocio de sillas y sillones, se volverá a intentar a partir de la semana próxima. Lo que estaba claro es que en el nuevo teatro del mal gusto, cuyo máximo exponente ha estado representado esta semana en el noble Congreso de los Diputados, existía un guión previamente escrito y cuyo fin era conocido por todos: darle un varapalo a Sánchez. Podemos para gozo y disfrute de sus militantes y votantes, cual amante despechado; los nacionalistas pues consideran que no han explicado bien cómo piensan dar solución a los problemas catalán y vasco.

Esta obra, prototipo del género del absurdo, debía estar aderezada de las correspondientes piezas, como el cálido beso leninista y con lengua entre Pablo Iglesias y Xavier Domènech (En Comú Podem), que hizo a De Guindos escandalizarse; de las risas y mofas de Pablo Iglesias y su acólito Errejón durante el discurso de Pedro Sánchez, lo que es muestra de la gran consideración que le profesan; y de la fina ironía de Rajoy, mascando chicle quizás y evocando los Pactos de Guisando. Un debate profundamente estéril, aunque el bueno de Patxi López diga lo contrario, porque es demasiado bueno y se estrenaba en el cargo.

Hay algo evidente, Pedro Sánchez no es hoy presidente porque Podemos no ha querido. O dicho de otra forma, Rajoy continúa siendo presidente gracias a Podemos, con sus aspiraciones intactas. Sus confluencias y lo que queda de Izquierda Unida siguen a Pablo ciegamente; si ordenase tirarse a un pozo, irían tras de él sin pensarlo, como flautista en Hamelin. Han preferido ponerse al lado del PP y perpetuar al Gobierno en funciones hasta no se sabe cuándo. Podemos se encuentra en el laberinto ideológico del sinsentido, lo mismo aplaude la excarcelación de Arnaldo Otegui que vota junto al PP contra el Gobierno del Cambio.

Existen dos factores que puedan todavía hacerlo posible: uno, que las expectativas de Podemos ante unas nuevas elecciones no sean tan buenas como ellos creen; y otra, que la rabia que Podemos le profesa a Ciudadanos, comience a diluirse por motivos que por supuesto desconozco. En caso de resultar fallido finalmente, otra opción seguiría siendo un gran gobierno de coalición, sin la figura de Rajoy al frente, y con el concurso de PP, PSOE y Ciudadanos. Para ello, el Rey podría proponer para la Presidencia a un candidato independiente de reconocido prestigio y perfil técnico, que conformaría el Gobierno contando con esos partidos.

Si yo fuera el Rey los encerraba a todos con unas vacaciones pagadas en el Coto de Doñana, a pan y agua, y de allí no salían hasta llegar a un acuerdo. Acostumbrados hasta ahora a que dos se gritaran en la pugna política, hemos pasado atónitos a que cuatro se insulten y humillen. Hay demasiada vanidad y ambición, poca cintura y mucha soberbia entre nuestros políticos. A esto se suma que Rajoy le está cogiendo el gusto a ser la “estatua del jardín botánico”, que como Juan Perro cantara, había aprendido a esperar sin razón.