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Dimite y convencerás

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A finales de octubre de 1555, en un conmovedor acto regido por la etiqueta de la Corte borgoñona, el emperador Carlos V, quien era el soberano más poderoso de su época, abdicó. Los historiadores aprecian este momento como uno de los más significativos de aquel siglo. No solo asombra la excepcionalidad de la voluntaria retirada de un monarca absoluto en la cumbre, sino los motivos que el emperador esgrimió durante su discurso para justificar su decisión: la conciencia de que no podría culminar su proyecto político, en una Europa que se alejaba de su ideal imperial de la Universitas Christiana para fragmentarse en la Europa de las naciones que terminaría definiendo la Paz de Westfalia cien años después; y la conciencia de su decadencia física y anímica, que le mermaba e impedía afrontar la responsabilidad de gobierno con la plenitud que su agudo providencialismo le demandaba. Manuel Fernández Álvarez, en su biografía Carlos V. El césar y el hombre, no se cansa de repetir que una de las principales cualidades de uno de los campeones más egregios de la historia europea era su “sentido ético de la existencia”, debido a su humanismo cristiano de corte erasmista, que dejó traslucir también cuando, durante esa ceremonia de abdicación, finalizó su discurso disculpándose con todos sus súbditos por los errores que hubiera podido cometer.

Este mismo “sentido ético de la existencia” es el que cabe atribuir a Adolfo Suárez, acosado por mil turbulencias de todo signo pero sin haberse rendido a ellas, cuando el 29 de enero de 1981 explicó las razones de su dimisión. El discurso es admirable, por su madura serenidad y hondura intelectual y honesta lealtad, y revela que Suárez se apartó porque había llegado a la humilde convicción de que se había agotado el “servicio” que, como Presidente en esa coyuntura, podía prestar a la patria: “La continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Advirtió, además, otro de los motivos que le impulsó a una decisión tan insólita (por anómala o rara, dentro de la trayectoria política de nuestro país desde el advenimiento del liberalismo en el s. XIX): quería que su gesto actuase como “revulsivo moral que ayude a restablecer la credibilidad en las personas y las instituciones”.

Ambos estadistas evidenciaron, con su dimisión y otros gestos (Suárez lo encarnó o sublimó con singular dignidad durante el Golpe de Estado del 23-F, y así lo evoca la novela Anatomía de un instante, de Javier Cercas), que su ejercicio del poder estaba subordinado a su “sentido ético de la existencia”. Quizá por la distancia pueda impresionarnos más la abdicación de un monarca absoluto, pues no deja de parecernos una conducta o símbolo casi antisistema; pero la dimisión de un político democrático, cuando esa elección todavía puede interpretarse como una elección libre y no una postrera decisión forzada o resignada (que suele conllevar la degradación institucional, ya que el gobernante se agarra a ellas y las deforma para no precipitarse a lo que, teme, es su abismo), resuena con una ejemplaridad universalizable, contagiosa, que ontológicamente no puede alcanzar la potestad de un rey único.

Esta ejemplaridad universalizable es la que reivindica Javier Gomá (reivindicación que me permito hacer mía) en su ensayo Universal concreto, que sintetiza su planteamiento filosófico: desde la perspectiva de la ética democrática, el comportamiento de cualquiera de nosotros (un hecho concreto) puede imitarse por todas las personas que lo hayan observado y juzgado como bueno; y esa réplica encadenada terminará deparando la universalización del ejemplo benéfico en toda la sociedad. Esta concepción, a la que (aun sin una expresión teórica articulada) Carlos V y Suárez estuvieron adscritos, se opone al tan sobado y peligroso aforismo de Lord Acton de que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, condescendiente excusa que convierte a la persona en pueril sujeto pasivo de sus propias acciones. No es el poder, no, y los casos de Carlos V y Suárez lo demuestran: es la falta de “sentido ético de la existencia”. Cuanto más democrático es un Estado (asumo que, como defienden el citado Gomá o Fukuyama, la democracia liberal representa el fin de la historia en términos políticos), más exige de gobernantes y ciudadanos ese compromiso. Y por eso, detrás de los gritos de dimisión que entonan las miles de personas que se reúnen periódicamente en Valencia para reclamar la de Mazón, y la de otros tantos de miles que se congregaron en Madrid este domingo para reclamar la de Sánchez, percibo no solo el enfado por una gestión indolente, antipática y mendaz o por una corrupción espesa, anquilosante y crepuscular (ya desde la amnistía), sino otro anhelo más profundo y transformador: que siga aquilatándose ese ejemplar “sentido ético” sin el que la democracia no puede ser.

O, al menos, me gustaría percibir ese anhelo, quiero imaginar esa aspiración. La literatura apocalíptica, cuyo estilo impregna tan frecuentemente este tipo de manifestaciones, conjuga una doble dimensión: la escatológica (el final) y la promisoria, la revelación esperanzada (el nuevo principio que sucede a ese final). Pero si toda la movilización social solo persigue la satisfacción del deseo escatológico, es decir, que se confirme la extinción de una etapa o mandato que nos disgusta o hasta nos asquea, quienes participen en esas manifestaciones habrán abandonado el ejemplar “sentido ético” de la democracia por el que, sin embargo, se suponía que protestaban (o, tal vez, por el que yo imaginaba que protestaban). Yo participaré en esas manifestaciones, este tiempo de crisis lo reclama, aunque propongo que coreemos un nuevo lema que, quizá por su sugestión positiva (aunque irónica), resulte más estimulante para lograr la respuesta que pretendemos de los interpelados: “Dimite y convencerás”.