La interpreta el ritmo de mis pasos mientras inicio el camino sobre el pentagrama de una singladura tan llena de viscosos días infectados por el sol abrasador, siempre es noche cerrada en mi mirada que solo tiene un punto de vista en la claridad del abismo, ese soy yo, el errante que recorre otro territorio, la sonoridad cadenciosa que todos tararean pero que nadie escucha, por eso no debo detenerme, no puedo, no quiero, soy la vida en movimiento perseguido por la muerte, huyendo hacia la muerte, savia que sobrevuela los eriales a lomos de un dolor inocuo.
Mi madre me hablaba en silencio, mi padre me enseñó a gritar en silencio, mis hermanos me llamaban en silencio, nací con el silencio y crecí con la esperanza afónica contenida en sus acordes. No pienso en lo que me aguarda, otros no regresaron, y los que lo hicieron, tampoco regresaron, volvieron sus cuerpos, más ajados, pero ellos permanecieron en el mismo lugar que los otros cuerpos que nunca pudieron volver.
No sueño, solo camino, sueñan quizás mis pies contra las arenas movedizas que combaten, pero veo los colores de los paños tendidos, la paz que anochece entre las cuerdas. Imagino que mi madre me besó, como siempre hacía, antes de partir al mijo y al sudor, las madres de la escasez deben ser como las otras, tal vez no existan madres con adjetivos solo con adverbios.
Recuerdo el ladrido flaco de los perros, una hilera de pájaros riendo o a mí me lo parecía, ellos ya habían podido ver desde el aire la ruta indolente que me aguardaba. No logro recomponer rostros ni miradas de esperanza o de compasión, mis pupilas ya eran prisioneras de otros confines, y a ellos se debían, acechando al frente, solamente hacia la línea de la constancia, no hay más ángulos en el mundo que el que conforman mi sed y otro futuro, a pesar de que conozco el canto de las sirenas que gobiernan las fuentes. Hacia ellas debo ir, voy a beber la alegría de los caños y la tristeza de los arroyos muertos, de ellos hablaban los hombres sabios que nunca recorrieron ningún camino, tan solo aguardaban, el firmamento era su temor y es mi deseo, ahora siento que las constelaciones me persiguen, ya no mandan, ahora temen mi valor, se asombran de la determinación que me sostiene, saben que dejo al niño que caminaba abrazado a una lata corroída por su propio vacío, dejo el miedo a la mínima línea del horizonte inmediato, al sol irreductible, a la lluvia desmesurada, al viento impensable, al frío, que ya nunca abandona nuestras fauces.
Nada nubla mi propósito hacia la certidumbre prometida, las aguas por abrir, y yo con unas manos por extender, qué más se puede precisar en esta travesía imposible. Nadie me pregunta mi nombre, solo mi destino, a nadie le importa el origen salvo que el origen llegue a su final, así es como la peripecia se hace interesante y la epopeya entretenida, es preciso describir las casas de adobe, los caminos sin calzada, los pies descalzos, los niños de rostro inexistente, soy lo que dejé, entonces, hay que reconstruir lo que aún no ha sido construido: una infancia, un porvenir, un sueño tranquilo. Mi nombre es polifónico, se diluye entre imágenes: dátiles, cebada, palma, mijo, coltán, cobre, platino, cobalto, y muchas cabras, a todos nos imaginan tras ellas o delante, porque ellas se alimentan de lo invisible, y nosotros somos lo invisible. Nadie me lo pregunta, pero me llamo sequía, y aguas putrefactas, tierra resquebrajada, barro infecto. No lo voy a negar, me construyo recordando escuelas sin techo, dispensarios de papel, salvadores importados que deportaron a los nuestros. Y aunque tampoco nadie me lo pregunte, me llamo viento cálido, color indómito, río sin fin, madera exuberante que rebosa sus brotes y supura blanco seminal sobre los encendidos páramos.
Prosigo mi camino, habito en el deseo de no llegar, andar me convierte en infinito, en traza perenne, todo queda por hacer como los remaches de mis vestidos que cada día eran nuevos porque las manos de mi madre los perfeccionaban. Entonces entendí la creación, cómo surge de la nada la belleza de las cicatrices cosidas con lino casi transparente, así entendí cómo se puede desear lo que se tiene, una mano larga y huesuda es un pincel que prolonga la osamenta del arte de vivir, cómo la sonrisa más grande que el espectro que la contiene dibuja todo un continente. La noche profunda no me detiene, este viento arenoso que acribilla mis pómulos con sus escupitajos de frontera estéril me trae noticias de otras noches del universo y de otros caminantes y de los parajes caminados a pasos de otras incertidumbres, aunque todas son la misma, desde la escarcha de los tiempos, no hay nadie que no haya sentido este aroma crepuscular esta ventisca que susurra miedo, no hay quien no haya palpado la ceguera a plena luz a pesar de su brazo extendido y batiente ,movido por la ingenuidad del que cree que el aspaviento ahuyenta el temor, la mirada hace al mundo, a él y a su vesania, las otras miradas me hacen a mí, aunque no pregunten mi nombre sus cejas expandidas solo buscan una respuesta y todo transeúnte se convierte en sospechoso del peligro de su propio movimiento.
Huelo el mar, conozco la armonía de sus moléculas salinas, aunque jamás lo haya visto ni olido lo he imaginado tantas veces que solo puede ser como lo dibujaba sobre arcilla, el que contiene tanta vida y mucha muerte, y las intercambia en una ósmosis humana, tan vertical que devora la añoranza. En él anida el pasado que no fue, la mirada del niño, la pupila asombrada ante los regalos, el primer cuaderno, la mochila estridente, el tiovivo que no sabía girar, las noches mágicas que nunca fueron mágicas. Él enseña a no sucumbir sobre la indiferencia de una línea recta en la que se traza el mundo porque no hay indiferencia capaz de cercenar el latido de quien soñó una medusa atravesada por la luz. Mi éxodo es eterno, todos los días surco la valla del horizonte que quema el pasado para dejar las fronteras atrás, bajo ella continúo con mi susurro de victoria en esta piel que exuda el espanto en temblores sin presencia, la epidermis es la arena en la que las huellas diseñan otro futuro.
Cruje en mis oídos el ruido irregular de los martillos, de nuevo el olor, esta vez masilla, brea, alquitrán, estopa pintura, los compuestos mágicos que tapan cualquier agujero corroído por el desánimo. Estancar la nave es el preámbulo perfecto, crece el ensueño se modela entre manos negras, virtuosas manos cuyos dedos ágiles sobresalen en la oscuridad para conseguir un calafateado perfecto. Casi de la nada sale el arte de la vida, nosotros la construimos, la decoramos, arrastramos su raído corazón que con solo diecisiete caballos deberá mover cuarenta vidas, no importa si tiembla, con seguridad llegará moribundo a la otra orilla, lo hemos creado para morir bajo nuestros pies, el viento empujará su agonía, agotada su sangre combustible el último aliento del cabrestante imaginario es el silencio absoluto, sin amuletos, ni libros sagrados, ni brebajes sanadores, de todo hemos sido despojados, ahora soy muchos y soy nadie, como la espera atrapada en el óxido de una brújula sin rumbo. Ahora estoy solo, sobre la madera húmeda y la goma quemada, tambaleándome contra otros hombros, ellos son mis fronteras. Por fin la montaña y la orilla y otra arena, inocua, por fin los barcos guardacostas vienen a recibirnos, amanece en este continente, comienza la aurora del olvido, ser de nuevo, quemar la vieja placenta para vivirme en otro. Veo cómo agitan sus manos, ese saludo voluptuoso es el vórtice de los nuestros, otra lengua, el mismo significado.
Una mano blanca que me toca, una manta gris que me envuelve, una botella de agua que me hidrata y preguntas que no entiendo y respuestas que no comprenden, los gestos aminoran la distancia, pero encienden el temor a no poner el dedo en el lugar exacto del mapa que me muestran, a no tomar correctamente el bolígrafo con el que nunca escribiré, a no mirar como exige la dignidad y prohíbe el miedo, a parecer un intruso y no un viajero, un foráneo y no un transeúnte, un advenedizo y no un caminante.
La voluntad cabe en un recinto al aire libre del silencio, solo el semblante, sin gesto ni ademán, el de todos, el mismo, el tuyo, no es posible un lugar más apropiado para ver a nuestra especie en el espejo. Si pudiera contar lo que repito, gritar lo que contengo, abrazar lo que me ignora, escribir lo que no invento, pero ahora somos la nada en muchedumbre, una mujer de la que una niña se descuelga juguetona, un hombre que sujeta entre sus manos el relieve de su rostro vencido, apostó todo al juego de la infamia y ella ganó, nos ganó a todos, pero nos queda el nunca, el nadie, el no, y en ellos nos descubrimos porque el sol tiene la anchura del pie humano, se lo escuché decir un día a mi padre cuando no había comida mientras el calor nos devoraba.
De repente la soledad estalla en compañía, la sangre conecta con su vena adecuada y retorna la vida a nuestra muerte, tantos idiomas en un grito como voluntades en los gestos, y la niña vuelve a ascender por la liana que suelta el vestido de su madre, el rostro del hombre asoma entre las enormes rendijas de sus dedos, qué espejismo nos devuelve, de nuevo, a la mentira, qué ensueño fabrica el filamento vital de la esperanza.
Decido no regresar mientras regreso, trepo por la misma enredadera que esa niña, miro por las rendijas de los dedos de ese adolescente, con qué rapidez uno se da cuenta de que el desamparo encierra multitudes que aguardan otro territorio. Sé que en el pentagrama del mundo la sinfonía de la imaginación pone el sonido a este trayecto por la penumbra de los hombres bajo el sol ahíto de sus sombras.
Antes de dormirme siempre recuerdo a mi madre, que nunca me dio nada que yo pudiese conseguir por mí mismo. Me decía que nosotros salíamos moribundos a la vida, que la vida consistía en no dejarse arrebatar ese hálito, lábil, pero resistente, que te impide detenerte y te obliga a seguir. Mañana despertaré porque el viento suave depositará la sal del mar sobre mi rostro, porque el ruido de las voces, siempre desmedidas, pondrán en guardia a mis oídos gritándome: ¡es la hora! ¡No despiertes porque el sueño está llegando! ¡Solo sigue, sigue, sigue!, como cuando eras un niño. Mañana la luz del sol abrirá mis ojos, no cegadora ni abrasiva sino una luz dulce y firme, como la que emanaba mi madre, y el aire costero entrará por mi nariz y respiraré el futuro que sabrá a agua salada. Esta manta, esta hoguera, este monte inhóspito y perseguido son la verdad que nos cubre, la nostalgia que nos consume y el abrazo que nos ampara. También son la rabia y el enojo, el rescoldo de la injusticia y su atropello sobre el que transitan los pies de un niño. Nos trajeron la miseria de la riqueza con la promesa de ser dueños de la nada. Ni los dueños de todo pueden robarnos los sueños, aunque también sean de la nada, por eso nadie imagina el valor de mi fortuna la fuerza de salir sintiendo el amor de quienes esperan y me esperan. Por ellos aún soy el niño intrépido y sonriente, el hermano solidario, el hijo entregado, el amante futuro en el presente. Huelo el mar y entiendo su llamada, Mañana estará ahí, siempre vuelve por haberse ido esa es mi lección y mi elección, subirme a la ola que cuando llega a su cima de repente se diluye en el agua de las otras.
La injusticia no es esta búsqueda imprecisa, ni los pies reventados sobreviviendo en dos zapatos diferentes: la injusticia es no saber nadar cuando el mar te ha mirado desde niño, llamándote por tu nombre a cada instante como si dijera: “Tú quieres ir al lugar del que yo vengo, regreso para llevarte”. Hay quien prefiere el infierno de Europa al cielo de África. Pero la tierra nos iguala a todos porque el cielo y el infierno no tienen lugar ni patria, por eso yo ya soñaba con este instante. El entusiasmo de la desesperación es el salvoconducto de los perdidos. Nadie podrá reprochar a quien vive salir a buscar más vida aunque esté llena de silencio y de otros llantos.