La vida como vino

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Algunas veces es porque las heridas del cuerpo lo impiden, otras porque las heridas del alma lo exigen. También la distancia, el trabajo, los cuidados, el miedo a la nostalgia. Y, otras veces, porque ya no están lo que hace que sean en nosotros como el brillo de una Gema, la piedra preciosa que simboliza la belleza y el valor. 

El caso es que los amigos cuando vienen traen sonrisas en la tristeza, ánimo en las imposibilidades, sosiego en los pasados rencores, complicidad con gestualidades conocidas y firmeza en las revoluciones pendientes a las que tanto quisimos y con las que tanto nos quisimos. Y si no vienen mandan mensajes a través del aire de la melancolía empujados por el mismo viento firme de siempre, ese que tantas veces acarició con su frío nuestro rostro, el único que es capaz de unir el tiempo que ya fue y el espacio que seguimos siendo frente al olvido que nunca seremos.

Los amigos caben en una plaza porticada mientras, haciendo un alto en la derrota, escancian sueños adornados, los más ciertos porque llevan en ellos colores compartidos. Los amigos permanecen en la alegría improvisada, en una mesa humilde de sillas tan humildes como iguales en las que anidan los recuerdos que no podemos recordar porque somos lo que queda de los que fuimos, un reducto de ilusiones perdidas en nuestro encuentro y, por tanto, ganadas contra cualquier eventualidad. 

Siempre hay una fotografía delatora que enseña el surco del tiempo, una mano en el hombro que sostiene nuestas inquietudes, una mirada furtiva que deja de huir en ese instante. Hasta aquí hemos llegado y eso es mucho frente a las borrascas que van cerrando nuestras cumbres. Pero aquí estamos intentando conversar a varias voces para que no se escape ni una corchea del pentagrama de la memoria.

Y es que la lluvia o su ausencia anuda con fruición los débiles cáñamos de la amistad. Creemos en el amigo como hormigón armado que sustenta la estancia vacía. Creemos que la mano tendida es roble incombustible, prolongación imperecedera de los estímulos descuidados. Pero casi nunca construimos amistades de hormigón armado con manos de roble incombustible. Hay cierta esperanza taumatúrgica en los amigos, en su inexistente desmesura por nosotros. Y esa es la razón. Inventamos todas las uniones, al igual que un día inventamos la fortaleza de las piedras, porque necesitamos recibir del exterior el derecho a existir. La amistad es una roca desprendida de la humana altivez. Los amigos son el granito soñado, una ilusión permanente a la que se aferra nuestro compulsivo acto de vivir. Ellos habitan siempre en el irreductible prisma de la memoria.

En estos tiempos en los que la belleza interior sufre la prisión de la apariencia exterior, encontrar belleza en cada encuentro y llenar de posibilidades cada desencuentro puede ser un antídoto contra la impostura de permanencer rendidos al nada discreto encanto de la mercancía. Porque los amigos son también la imagen que tienes de ti mismo o como dice la canción: “Amigo puede ser quien bien repara/ En la musa o engendro que yo aporte/Amigo, sí, es también quien me soporte/Pero amigo mayor es quien me ampara”.

Hace unos cuantos siglos, el poeta inglés Edward Young definió la amistad como el vino de la vida. Vino dulce o vino amargo, lo que vino nos permitió beber de la amistad pasada por los años. Y, sobre todo, nos ayudó a permanecer juntos para poder seguir tomando la vida como vino.