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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

20-N. Muertos que estorban y un muerto que nunca acaba de morir

Juan Carlos Muñoz Vargas

Para mi abuelo, el 20 de noviembre sólo se celebraba el Día de la Revolución Mexicana, no tuvo la suerte de vivir ese día de 1975. Y no habría festejado, tan abatido como quedó tras todo lo que pasó desde el lejano pero siempre presente 1939 al que sobrevivió treinta años y que nunca pudo dejar atrás a pesar de sus enormes esfuerzos. Mi abuela sí que lo vivió, y no sé si festejó pero sé que inmediatamente pidió a sus hijos un billete para volar a España a donde llegó en la primavera de 1976 para volver pocos meses después a México, una vez descubrió que se había quedado sin país. Nunca volvió. Ni volvió a tener uno.

A ella le robaron la suerte los que el 18 de julio decidieron levantarse en armas. Mi abuelo nunca tuvo suerte. Bueno, la tuvo exactamente una vez, el día en que contra toda probabilidad su nombre apareció en una lista del S.E.R.E. y sonó en los altavoces del Campo de Saint-Cyprien junto con el de otros elegidos para viajar a la República Dominicana, librándolos por los pelos del aplastante avance de la Segunda Guerra Mundial que ya les respiraba en el cogote y que con toda seguridad lo hubiera conducido a las fauces del dictador o a la Línea Maginot y luego a Mauthausen, como le sucedió a otros 520 murcianos con todavía menos suerte que él. ¿Cómo entró en esa lista? No lo sabremos. Un golpe de suerte. Después de eso regresó la normalidad y nada volvió a salir bien.

Catalana y murciano, con vidas alejadas por mucho más que los 550 Km. que los separaban físicamente y que sólo pudieron conocerse tras el estruendo de una guerra que lanzó todo por los aires juntándolos en el camino. Solamente así. Los detalles sólo puedo imaginarlos porque el recuento de sus vidas antes de México no es sino una pila de documentos que he ido juntando en un pequeño portafolio/archivero que tiene algunos datos y ningún color. El silencio puede tener muchas interpretaciones y quizás todas tengan algo de cierto, el de ellos fue tan grande que lo abarcó todo, nada dijeron, nada, y el tiempo se fue sumando a la tierra de por medio hasta que la tercera generación utilizó a la segunda de colchón y empezó a hacer preguntas. Empecé. Y descubrí que no se puede vivir sin dejar huellas cuando hay que cruzar fronteras, escondida tras la interminable burocracia que siempre sufrirán los que no tienen a dónde volver, poco a poco fue surgiendo una historia que ya nunca podrá ser olvidada por sus descendientes.

Los archivos de aquí y de allá fueron siendo accesibles conforme el internet se fue adueñando del mundo, y las huellas fueron apareciendo justo en el momento en que la Ley de Memoria Histórica nos dio la posibilidad de oficializar nuestra nacionalidad española hasta ese momento negada. Eso fue sólo el comienzo. De mi abuela siempre creímos saber santo y seña (qué equivocados estábamos) y siempre hubo contacto con la familia catalana e incluso visitas mutuas, de mi abuelo no sabíamos ni la fecha ni el lugar de su nacimiento. Bueno, sí, “Murcia”, y República Dominicana como palabras sueltas de las que hubo que ir tirando para toparse invariablemente con esa suerte torcida, avasalladora, echada en 1936.

Desde el final hasta el principio. México es la tierra de ensueño del exilio republicano español, de Luis Cernuda, Gaos o Adolfo Sánchez Vázquez, pero no lo fue tanto para otros veintitantos mil números sin rostro que llegaron y tuvieron que volver a empezar con lo puesto. Con tres hijos a cuestas, una obrera textil y un jornalero que aprendió a leer y a escribir en las trincheras no pudieron sino subsistir en un día a día eterno agravado por las consecuencias en la salud de tres años de guerra y sus limitaciones, peores en el frente, quizás imaginables en la retaguardia, y el invierno más crudo a través de los Pirineos, y ese año en los campos de concentración franceses y su disentería y su mistral y sus piojos, y luego la trampa salvadora de Trujillo en la Dominicana, porque quizás México sí que fue un paraíso después de la vida junto a la rivière du Massacre y su paludismo en esa selva incultivable escondida tras un eufemismo llamado “Colonia Agrícola Dajabón”. Si acá se pudo subsistir, en la isla apenas sobrevivir, y muchas veces sólo gracias a la generosidad y a las sonrisas de la gente que apenas conseguía algo para comer lo compartía con los “españitas” andrajosos a los que no veían ese color rojo con que el dictador de su país pronto los tiñó para irlos expulsando uno a uno, enfrentándolos de nuevo a su suerte de apátridas. Tierras nunca imaginadas, mucho menos como un destino al que conducirían los libros de Federico Urales que mi abuela leía en Vilanova i La Geltrú y la 218 Brigada Mixta a la que fue destinado mi abuelo cuando fue reclutado. Y la tristeza. Enorme.

Todo esto lo he ido descubriendo poco a poco, buscando siempre el papel anterior al que acaba de llegar a mis manos, y con la ayuda desinteresada de innumerables personas que nada han recibido a cambio, como el párroco que por teléfono dio fin a la larguísima búsqueda de ese territorio hasta entonces indefinido llamado “Murcia” y que pudo ser identificado con precisión en el mapa bajo el nombre de Singla, en donde ya hay un pequeño puñado de tierra proveniente de uno de los cementerios más humildes de la Ciudad de México. Un golpe de suerte.

Un olvido particular desapareció para siempre, el Olvido (así, con mayúsculas) al que fueron condenados los republicanos españoles -primero por el mundo entero y luego por España y su transición- no murió en la cama con el dictador, es cada día más grande. Atado y bien atado.

Y por eso, como mis abuelos, sé que el 20 de noviembre sólo se celebra una cosa: el Día de la Revolución Mexicana

*Juan Carlos Muñoz Vargas es nieto de exiliados a México y que ha obtenido la nacionalidad española gracias a la Ley de Memoria Histórica.Juan Carlos Muñoz Vargas