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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

La democracia brasileña, amenazada

Analista de la Fundación Alternativas —

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Solo una semana después de tomar posesión, el nuevo presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, reelegido a pesar de la persecución jurídica infundada a la que fue sometido y que le impidió presentarse en 2018, ha sufrido ya un intento de derrocamiento por parte de grupos ultraderechistas, partidarios del anterior presidente, Jair Bolsonaro, que niegan su victoria en la segunda vuelta de la elección presidencial, que tuvo lugar el 30 de octubre.

Ya inmediatamente después de conocerse la victoria de Lula, el sindicato de camioneros –afín al bolsonarismo– bloqueó casi todas las carreteras, especialmente en el sur, en un intento de paralizar el país, reclamando nuevas elecciones o la intervención castrense que mantuviera al expresidente en el poder. En diciembre, un partidario de Bolsonaro fue detenido en el aeropuerto de Brasilia con explosivos que pretendía utilizar con fines políticos. Por su parte, grupos extremistas y antidemocráticos llevan más de dos meses acampados frente a los cuarteles de las Fuerzas Armadas por todo el país, y particularmente junto al Cuartel General del Ejército en la capital, Brasilia, pidiendo un golpe de estado militar para derrocar al presidente electo, alegando –siguiendo el ejemplo de Donald Trump y sus seguidores– que la votación, que ganó Lula por un 1,8% de los sufragios, fue amañada.

Apenas se ha hecho nada durante estos dos meses para controlar esta situación, a pesar de ser evidente la acumulación de manifestantes que llegaban a Brasilia en autobuses, en algunos casos armados. Es más, el presidente saliente nunca reconoció la victoria de su sucesor, e incluso se ausentó del país el día de su toma de posesión (uno de enero) para no tener que entregarle la banda presidencial.

Los hechos son de extraordinaria gravedad. Siguiendo el ejemplo del asalto al Congreso de EEUU el 6 de enero de 2021 –pero superándolo–, miles de manifestantes violentos rompieron este domingo, con cierta facilidad, las barreras de seguridad instaladas por las Fuerzas Armadas e invadieron la Plaza de los Tres Poderes, centro neurálgico político de Brasil, ocupando y saqueando con actos de vandalismo las sedes del poder legislativo –Cámara y Senado–, judicial –Tribunal Supremo Federal (TSF)– y ejecutivo –Palacio de Planalto–, donde se encuentra el despacho presidencial, si bien Lula no se estaba allí. Aunque en pocas horas la policía civil consiguió retomar el control de las tres instituciones y detener a unos 400 asaltantes, acabando con el vergonzoso episodio, este tipo de acciones suelen tener un segundo objetivo, que es dar excusas a otros poderes del Estado para tomar acciones que “restauren el orden”, o servir de prolegómeno para otras acciones subversivas futuras, en medio de un clima de tensión política extrema.

Lo más preocupante son las posibles connivencias que hayan podido tener los asaltantes con las fuerzas de seguridad, que podrían no haber hecho lo suficiente para detener el ataque, e incluso con algún sector de las Fuerzas Armadas. Posiblemente conoceremos algunas cosas en los próximos días o semanas. Por el momento, el gobernador del Distrito Federal (DF), Ibaneis Rocha, decidió destituir al secretario de Seguridad Pública del DF, Anderson Torres, antiguo ministro de Justicia y Seguridad Pública con Bolsonaro, “por su condescendencia con los hechos golpistas de este domingo”. La Abogacía General de la Unión (Fiscalía General) ha pedido incluso al TSF la prisión para Torres. Horas más tarde, el propio gobernador Rocha fue destituido por el ministro del TSF, Alexandre de Moraes. El presidente Lula acusó a la Policía Militar de ser indulgente con los terroristas, y ordenó la intervención federal en la seguridad pública del Distrito Federal.

La mayoría de los gobiernos de otros países han condenado inmediatamente estos hechos y apoyado a Lula, incluido por supuesto el de España. También la administración de EEUU, a la que lo que menos le interesa en estos momentos es una inestabilidad grave en el sur. Hay que recordar que Brasil tiene una enorme importancia geopolítica, tal vez ahora más que nunca, y que su régimen sea democrático o no influye no solo en América Latina, sino en todo el mundo. La rápida y contundente reacción de Washington hizo aún más inverosímil el improbable éxito de este disparatado intento.

Pero cabe preguntarse qué habría sucedido si el presidente estadounidense hubiese sido Donald Trump, amigo declarado de Bolsonaro. Incluso qué podría suceder en un país tan polarizado como Brasil si el próximo presidente de los EEUU fuera de nuevo Trump, o alguien de similar orientación política y ética. Estos días hemos visto cómo el candidato del Partido Republicano a la presidencia de la Cámara de Representantes estadounidense, Kevin McCarthy, ha tenido que sufrir la humillación de soportar 15 votaciones para ser elegido, después de hacer concesiones increíbles a la veintena larga de congresistas de extrema derecha que quieren controlar su aparente moderación y mantener la radicalización política.

El episodio Trump –que aún no ha terminado, aunque esté en decadencia–, ha envalentonado a la extrema derecha, no solo en EEUU sino en todo el mundo, y ahí se puede incluir eventualmente parte de la derecha “clásica” según como vayan las cosas. Parece que ya han pasado de la pantalla de apelar a la libertad (?). O ganan las elecciones, o las elecciones no valen. Los que polarizan agriamente la política, deslegitimando victorias electorales ajenas o decisiones políticas perfectamente lícitas, los que esgrimen la inminente destrucción del país –como hacen los partidarios de Bolsonaro–, los que provocan odio y resentimiento en la gente, con la intención de mantener o recuperar el poder, deberían tomar buena nota de que una cosa es encender un fuego y otra muy distinta controlarlo.

Y todos deberíamos aprovechar este incidente, y todos los anteriores, para darnos cuenta de que la democracia no está nunca asegurada, que puede estar en peligro en cualquier momento, que lo que se ha ganado en años o décadas se puede perder en días. Es nuestra obligación –de todos– protegerla y defenderla, de pensamiento, de palabra y –si fuera necesario– de obra. Nadie lo va a hacer por nosotros. La democracia solo está garantizada en la medida en que los contrarios a ella no tienen suficiente poder. No debemos olvidarlo nunca.