Votaciones para el cambio de jornada escolar: un desahogo

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Hoy no escribo como politólogo, analista, académico o como demonios queráis clasificarme. Hoy escribo como padre de tres niñas desesperado, agotado, indignado, que, con las pocas energías que a uno le quedan después de trabajar, de recoger a las niñas del cole, de llevarlas a extraescolares, de darles la merienda, de bañarlas, de echarles crema, de prepararles cena, de leerles un cuento y de regañarles para que se duerman, busca desahogo tecleando con rabia un documento de Word en blanco.

El asunto que me subleva es bien conocido por las familias con niños y niñas en edad escolar en colegios públicos de España y, en particular, en la Comunidad de Madrid. Se trata de la dichosa jornada escolar. O para ser más preciso, del repetitivo, tenaz, inagotable, infatigable intento de propiciar el cambio de jornada escolar en los colegios públicos cada bendito año del Señor. Así como el turrón llega con la Navidad, el debate sobre jornada partida vs. jornada continua aterriza en nuestras vidas junto a la cuesta de enero y las semanas más frías del invierno. Justo cuando nos autoengañamos con los propósitos del año nuevo, el llamamiento a volver a discutir –otra vez– el asunto de la jornada nos asesta un golpe de realidad que dan ganas de echarse a llorar.

Os pongo en contexto, mi contexto, que es de la Comunidad de Madrid, pero que un poco más un poco menos vale para otras latitudes (ya os he dicho que no vengo con el traje de académico riguroso, sino a desahogarme). Menos de la mitad de los colegios públicos aún tienen lo que se llama una jornada partida. Los niños entran a las 9.00 de la mañana y acaban el primer tramo de clases –con un recreo de 30 minutos incluido– a las 12.30. Luego tienen comedor y patio, para luego retomar las clases a las 14.00 hasta las 16.00, la hora de salida. La jornada continua, en cambio, concentra todas las clases desde las 9.00 hasta las 14.00, con recreo y pequeños descansos entre clase y clase. Los niños que se quedan a comedor empiezan a comer a las 14.00 o a las 14.30. Los que no, para casa.

Pues bien, desde hace años, existe una permanente y creciente presión para que los colegios públicos con jornada partida cambien a la continua. Normalmente es el colectivo de profesores el que demanda dicho cambio. En este tipo de jornada, se argumenta, el profesorado no trabajaría menos, pero podría mejorar su propia conciliación familiar o dedicar más tiempo a cuestiones organizativas o formativas. Mi opinión, sin rodeos, es que se trata más de una reivindicación laboral, una mejora de sus condiciones de trabajo, que de una convicción acerca de las bondades de la jornada continua sobre la partida en lo que respecta a la educación o el mejor desempeño de nuestros niños en el cole. Mi opinión no deja de ser una especulación, lo admito, pero no me resisto a que el científico social que llevo dentro, y del que no me puedo separar del todo, os recuerde que la investigación académica sobre esta cuestión no encuentra evidencia favorable a la jornada continua en comparación con la partida. Más bien lo contrario. Tanto si hablamos de rendimiento, agotamiento, alimentación, sueño, salud emocional, socialización o calidad de la vida familiar. De hecho, en los últimos años, hemos tenido la suerte de que este debate se paseara bastante por los medios de comunicación y casi todos hemos oído hablar del informe del Esade o del reporte de la OCDE (palabras mayores) desalentando la implantación de la jornada continua. No se trata de la opinión de Pepe o Antonia, los padres de Luisito o Maripe, sino de estudios con muestras muy grandes y con análisis de datos sistemáticos señalando que, en términos generales, la jornada partida es mejor que la continua para nuestros hijos.

Con estos mimbres, muchas familias se han visto en la situación de tener que votar cada año por medio, o todos los años, sobre el tipo de jornada. A mí me gusta la democracia, y me parece bien que las familias expresen sus preferencias, pero no hace falta estar consultándoles de manera tan recurrente. ¿Por qué? Por varias razones. La primera es porque este debate tensiona, levanta ampollas, genera fricciones innecesarias de manera permanente en la comunidad educativa. Fundamentalmente entre familias y profesores. Pero también entre profesores y la Dirección del centro. Entre los propios profesores. En las AMPAS. Entre las propias familias a favor o en contra de un tipo u otro de jornada. Y (ajajá) dentro del propio seno familiar. Es un desastre. (Por cierto: ¿por qué demonios la decisión de determinar el tipo de jornada se ha trasladado a los centros? Aquí estamos que nos tiramos de los pelos). Abrir cada año el melón sobre el posible cambio de jornada es como hincar sistemáticamente un puñal en una herida que nunca acaba de cicatrizar. Luego, pasado el trámite –independientemente de su resultado– la tensión amaina, pero el recuerdo del dolor persiste. Y las miradas por el rabillo del ojo lo confirman.

El segundo motivo por el que encuentro un sinsentido votar cada año es la distorsión que genera sobre las expectativas de las familias. No es deseable ni operativo convivir con la idea de que de un año para otro la organización de los horarios escolares cambie. Como si esto no tuviese consecuencias sobre la propia planificación, conciliación, presupuestos y demás vicisitudes de nuestra vida familiar. Cuando unos padres eligen un colegio con determinadas características esperan cierta estabilidad. Es demencial coexistir en armonía con semejante incertidumbre.

De mi experiencia os puedo contar que una de las vías que muchas familias han encontrado para moderar este desenfrenado gusto por votar cada año ha sido la de presentarse como representantes de madres y padres en el Consejo Escolar (vía elecciones, viva la democracia) y bloquear, desde ahí, que la decisión del cambio de jornada se traslade sistemáticamente a todas las familias del colegio. De acuerdo a la normativa de la Comunidad de Madrid la cosa funciona así: cada año la Dirección del centro tiene que comunicar a la Consejería de Educación cuál será el tipo de jornada escolar el próximo curso lectivo; por tanto, por estas fechas, la Dirección, reunida en Consejo Escolar, pregunta si hay algún miembro del mismo que quiera iniciar el proceso para el cambio de jornada, lo que implicaría que todas las familias del cole voten. Con que solo un miembro –¡un solo miembro!– levante la mano y manifieste dicha voluntad, el Consejo está obligado a votar si se activa o no el proceso. No es necesario motivar, al menos, los factores que animan a querer impulsar semejante cambio –y cuando se suele argumentar las explicaciones no brillan–.

Para que se inicie el proceso de cambio de jornada, pues, se necesita el voto mayoritario y favorable de todos los sectores representados en el consejo. Es decir, que haya una mayoría de profesores, una mayoría de padres y madres, etc. etc. En la práctica –y aquí comienza el lío– todos los años un miembro de los representantes del profesorado levanta la mano y fuerza la votación. Ya estamos. Porque si se bloquea por parte de los representantes de padres y madres, te cuelgan el sambenito de anti demócrata, pues el proceso de cambio de jornada no se activaría y las familias de todo el colegio no serían consultadas. Tensión. Si no se bloquea, se inicia el proceso y se ponen las urnas para que las familias decidan. En ese caso, las quejas y cuchicheos a la entrada y salida del cole vienen por parte de las familias. Movida. “Otra vez votando sobre el mismo asunto”. “¿Es que esta gente no trabaja?”. “Ya es hora de que cambiemos de jornada”. “Claro, porque tú no trabajas por las tardes, guapa”. Ya estaría.

Le experiencia es un peine que te regalan cuando te has quedado calvo, me enseñó mi padre. Pero como esta situación ya la he vivido durante varios años y aún me queda algún pelo –¡y muchos años de escolarización por delante!–, creo que hay margen para encontrar una solución estable. No implica una reforma normativa (que seguramente es lo que necesitemos: una discusión profunda sobre cómo estamos gestionando nuestra educación infantil y primaria), pero puede ser un parche que nos ayude a navegar a todos los miembros de la comunidad educativa, con menos tensión, hasta que ello ocurra. La dejo aquí como quien escribe una carta a los reyes magos.

Lo primero de todo es reconocer que existen diferentes intereses en juego en toda esta historia. Y es legítimo que así sea. Tener intereses corporativos no está mal. Ya está bien. El profesorado en la escuela pública tiene derecho y merece mejoras laborales. No me corresponde a mí delinearlas aquí. Pero las familias debemos apoyarles. Por ellos y por nuestros niños. La defensa de la educación pública va de esto. 

Lo segundo es también reconocer que no existe una base sólida para que las administraciones tengan una apuesta tan clara a favor de la jornada continua. No es un tema trivial. Hasta donde sabemos, incluso puede ser muy perjudicial, sobre todo en entornos con altas desigualdades. Aunque no he escrito este texto para defender abiertamente a la partida, no puedo dejar de señalar que, entre muchas otras cosas, la consecuencia inmediata de la implementación de la continua es un deterioro de los servicios de comedor y de la oferta de extraescolares. Al abandonar la jornada partida, a muchas familias les deja de compensar que sus hijos se queden en el comedor o que vuelvan a las actividades extraescolares. La demanda cae, la calidad de la oferta también: de comedor a servicio de catering; de extraescolares de judo, patinaje, vóley, inglés o zumba a patio creativo con dos monitores a cargo (Es el mercado, amigo). Los niños con menos posibilidades de tener mejores cuidados en los hogares fuera del horario lectivo acaban generalmente con una peor alimentación y empantallados. Esto es así.

El tercer y más importante punto es llegar a un acuerdo entre profesores y familias, de la mano de la Dirección de los centros. Es lógico y deseable que todas las familias de los colegios puedan expresar sus preferencias en relación a la jornada escolar. Pero también es lógico y deseable que las familias tengan cierta certidumbre y estabilidad sobre cómo organizar sus vidas. Por lo tanto, y al margen de qué tipo de jornada es la mejor, sería razonable acordar que las votaciones sobre el cambio de jornada se produzcan con el apoyo de ambos sectores en los Consejos Escolares cada 3 o 4 años. Sin bloqueos y sin reiteradas insistencias. Democracia y estabilidad. Y todos contentos.

Salga adelante o no el cambio de jornada, dicha dinámica debería permanecer. Y aunque el acuerdo sería tácito –no estando sujeto a ninguna normativa– sería la base para una buena convivencia en la comunidad educativa. Dado que no habría nadie capaz de obligar al cumplimiento de dicho acuerdo, la Dirección podría jugar un papel mediador, que de credibilidad y estabilidad al mismo, independientemente de las personas que ocupen un cargo en el Consejo Escolar.

Yo lo intentaré en el colegio de mis hijas. Quizás tenga que volver a llorar el próximo enero. Pero que no quede por intentarlo.