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Carta abierta a Ana Mato de una mujer maltratada

Carmen Rodríguez

Estos días he visto en los medios la noticia de que usted, señora ministra, ha decidido llevar a cabo un “gran acuerdo” para luchar contra la violencia machista. Es un acuerdo similar al que ya rechazó su partido en abril y del que se habrían alegrado las 20 mujeres que han sido asesinadas por sus parejas o exparejas desde que se rechazó este pacto. Aun así, me alegra de que por fin haya detectado esta necesidad.

Le escribo como víctima de violencia machista. Creo que es la primera vez que escribo esto. Tras un año y medio de litigios, todavía no había sido capaz de decir que soy víctima de violencia machista hasta este momento. Por ello quiero contarle mi experiencia para que, en este gran acuerdo, también se tenga en cuenta a ese gran grupo de mujeres al que pertenezco y que muchas veces somos unas incomprendidas: las mujeres maltratadas psicológicamente.

Nosotras somos esas mujeres maltratadas –utilizo “somos” y por primera vez. Me incluyo. Me voy a incluir, que no tenemos señales que demuestren que nos han apuñalado, que no tenemos un pómulo roto, a las que no han arrastrado con el coche dos o tres calles más abajo... Somos esas mujeres que han recibido amenazas continuas, que han mantenido relaciones sexuales con miedo. Somos esas mujeres a las que han insultado, a las que les han contado con pelos y señales cómo se van a vengar de sus exparejas porque un día tuvieron el valor de denunciarlos. Formamos parte de ese grupo al que se les han dicho al oído: “Si te mueves de aquí es lo último que haces”, cuando se disponían a recoger sus bártulos para salir de un bar en el que su pareja estaba tocándole los genitales a otra mujer, pero que, al final, terminaron quedándose en la barra, temblando. Somos esas mujeres a las que, al día siguiente, les pidieron perdón y les dijeron: “¿Es que no sabes seguir un juego?”.

Somos esas mujeres a las que nos han advertido: “Tengo todo el tiempo del mundo para agotarte”, a las que les han introducido objetos cortantes en la vagina y que han terminado abrazadas después a ese ser, dándole las gracias porque no les había hecho daño, porque no había ido a más, porque querían creer que sí, que era un juego y que, quizás, la culpa de sentirse tan mal y con tanto miedo era de ellas, porque eran unas tontas y unas estrechas y porque él, en realidad, era bueno. Somos las mujeres que han visto cómo intentaban que las despidieran del trabajo para quitarles lo poco que les quedaba de estabilidad en su vida.

Somos esas mujeres que hemos tenido que oír que nos estábamos acostando con otro, que les hemos abierto la puerta de casa cien veces y noventa lo hemos encontrado borrachos… Somos esas mujeres a las que han cogido del cuello y, con los pulgares, han recorrido sus clavículas lentamente mientras, con una mirada fría, les preguntaban: “¿De qué tienes miedo? Yo te quiero”. Somos esas mujeres que hemos dejado por fin la relación, tras muchos intentos, escuchando un “atente a las consecuencias”.

Somos las mismas mujeres que hemos declarado con una psicóloga detrás, porque dábamos botes en la silla. Porque nuestros músculos se rebelaban ante una situación incomprensible, insostenible e inaguantable. Las que no nos hemos atrevido a contar todo al juez y al fiscal porque creíamos que significaba perder lo único que nos quedaba: la dignidad. Y porque nos sentíamos culpables por haber soportado ese trato. Somos las que hemos denunciado en la Policía entre visitas al baño y vómitos de bilis.

Este grupo de mujeres, al que yo pertenezco, no tiene señales en la epidermis, y no solamente eso, nuestra piel jamás ha experimentado ningún cambio de coloración, no se ha vuelto negra ni púrpura ni amarilla. Pero, desde que pasamos del piso uno del infierno al piso dos, no hay noche que no soñemos que esa persona corre detrás de nosotras, o que andamos a su lado y se vuelve para ahogarnos mientras caemos desmayadas; o que le cortamos la cabeza, que ésta rueda bajo el sillón y, ahí debajo, con los ojos abiertos nos dice: “No vas a acabar conmigo”. No hay mañana que nos levantemos sin ese ser como primer pensamiento.

Es más, cada día, cuando entramos por el portal de esa nueva casa de la que, supuestamente, no tiene la dirección, subimos las escaleras pensando qué pasaría si estuviera esperándonos arriba. Tal es el pavor que sabemos cuántos segundos tardamos en llegar abajo y hemos hecho simulacros para bajar de dos en dos los escalones por si un día ocurre eso y tenemos que salvarnos. Pero eso no lo ve nadie, porque no queda registro en nuestra epidermis y no podemos abrirnos el pecho para que vean cómo nos late el corazón cuando vemos a algún señor que se parece a él, que viste con sus colores… O cuando nos llega una ráfaga de su olor corporal, a alcohol revenido. Tampoco podemos abrirnos el cerebro para que vean las pesadillas.

Esas mujeres nos despertamos últimamente a medianoche y terminamos vomitando por la angustia. En los últimos días es frecuente que, de repente, nos pongamos a llorar mientras estamos comprando en el supermercado o mientras caminamos por la calle. Ayer mismo el psiquiatra nos dijo que tomando cinco pastillas distintas cada día en la mañana, tarde y noche nos sentiremos mejor. Y, mientras decido si las tomo o no las tomo y mientras cuento los días que faltan para que la Justicia decida si hubo o no maltrato (porque no se decide si él es o no culpable), todavía hay veces que pienso: “¿Cómo fui tan tonta como para aguantar eso? ¿Soy una de ellas? Quizás no, si total, no me pegó…”.

Espero poder enviarle algún día esta carta con mi nombre y apellidos verdaderos, pero ahora mismo no me atrevo. Y no solo por miedo, también es por vergüenza, porque también sentimos mucha vergüenza. Y, sobre todo, porque todavía no he sido capaz de decirles a mis padres que su hija, a la que tanto admiran y a la que tanto quieren, es una mujer maltratada.

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