Fe en la ciencia

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A estas alturas ya está claro que tenemos que vacunarnos. Sabemos que es la única manera de convertir la pandemia en endemia, de alcanzar la inmunidad de grupo, etcétera. Lo sabemos porque nos lo han dicho. Y nosotros nos lo hemos creído.

Para los antivacunas y comunidades aledañas, la ciencia es la nueva religión, la última versión del opio del pueblo. La humanidad, según su perspectiva, ha sustituido las viejas deidades, gastadas ya de tanto uso, por una figura dionisíaca con bata blanca en cuyas manos depositamos nuestra fe. ¿Y sabes qué? Tienen razón. ¿O acaso has comprobado experimentalmente la eficacia de la vacuna? Qué demonios, ¿sabes siquiera cómo funciona?

Veamos. El ARN mensajero hace que nuestras células produzcan la proteína espicular del coronavirus provocando así una respuesta inmunitaria en nuestro organismo que desencadena la generación de anticuerpos. Es lo que nos han dicho y a nosotros nos ha parecido bien porque, como tan precisamente resumió la niña aquella, mejor eso que morirse.

Hemos dado el salto de fe, pero lo negamos, incluso ante nosotros mismos. Una mentira que no le pasa desapercibida al otro bando, de ahí que iluminados como Djokovic acaben considerándose heroicos librepensadores en un mundo entregado al autoengaño.

¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué nos asusta aceptar nuestra fe? Librémonos de eso. Encojámonos de hombros y concedamos que, en efecto, no sabíamos qué era una proteína espicular hasta que lo buscamos en Wikipedia, y ni siquiera ahora lo tenemos del todo claro. Admitamos que vivimos una guerra de religiones, los seguidores de la ciencia contra los seguidores de la superstición. Incluso así, nuestra victoria es segura. No porque nuestra religión sea más monolítica, sino justamente por lo contrario. Porque la ciencia, convertida ya en un sistema de valores, es falible. Y en la perpetua lucha contra esa falibilidad radica su fortaleza. La ciencia es un conjunto estructurado de conocimientos siempre provisionales, leyes y teorías abocadas a la revisión, a la réplica, a la matización o al descarte. La ciencia, como cosmovisión, no tiene más dogma que la incerteza.

Quienes ponemos nuestra fe en la ciencia lo hacemos porque ha sido ella, y no la superstición, la que nos ha traído hasta aquí. Gracias a ella se erradicó la viruela, se cronificaron enfermedades antes mortales y se inventaron los antibióticos. Gracias a ella, millones de personas viven con corazones ajenos, riñones ajenos, pulmones ajenos.

Desde su mismo origen, la ciencia predica el optimismo al considerar que los problemas tienen solución. Por complejos que sean, la ciencia se empeña en buscar la manera de resolverlos, aunque lleve décadas, aunque lleve siglos. Por eso cautiva a la mayoría, porque necesitamos esperanza. Porque, en efecto, todos necesitamos fe. Personalmente, no se me ocurre mejor sistema en el que depositarla.