La independencia del fiscal: otra fake news

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En la sesión inaugural de otro juicio más contra la anterior Mesa del Parlament de Catalunya, el fiscal, José Joaquín Pérez de Gregorio, además de con otras fintas jurídicas no exentas de mala fe sobre la composición del tribunal, sorprendió a propios -propios puede que no tanto- y extraños con la afirmación de que el rumor (sic) de la desjudicialización era solo eso, un rumor. Sonó al aviso que dan los grandes cuerpos del Estado al gobierno de turno para marcar territorio. ¿Cómo ha podido llegarse a este extremo de exceso verbal y no por primera vez? La tendenciosa apropiación por parte de los altos cuerpos del Estado del Estado mismo, así, en crudo, es algo que se vende mal. De este modo, cada cuerpo de altos funcionarios busca una palanca que le permita hacer comulgar con ruedas de molino a la ciudadanía y a los políticos más acobardados cuando perciben que rozan el poder de veras, no el que ellos temporalmente detentan.

Esta palanca, aplicable por igual a fiscales, inspectores de Hacienda o abogados del Estado, mandos policiales, es importada de la judicatura, que no es otra que el término de independencia. Una falacia repetida mil veces sigue siendo una falsedad, eso sí, repetida mil veces, o sea, mil veces una falsedad. Quede claro, visto el diseño constitucional, ningún funcionario es como un juez. Baste leer el artículo 117.1 de la Constitución para los primeros y  el 103.1 para los segundos. Ni siquiera los fiscales que trabajan en la Administración de Justicia son poder judicial. No entender esto, o hacer ver que no se entiende, es un puro engaño.

De acuerdo con su Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal (1980), la independencia no se concibe como nota constitutiva del mismo, puesto que es cuerpo jerárquico que funciona por órdenes e instrucciones, que han de ser cumplidas sí o sí, incluso con remoción inmediata del desobediente- o sea, sin la garantía judicial de la inamovilidad-, salvo que haya protestado en forma en un complejo procedimiento ante su superior. Quien es un engranaje dentro de una rígida jerarquía no es independiente, pese a la mención del artículo 7 EOMF: no se puede sacar de contexto esa mención lingüística incidental. Atendida la función de la Fiscalía, no le es dado ser independiente ni en sentido amplio.

En efecto, la función más relevante de esta institución es la de ejercer la acusación pública en los proceso penales. Pero quien acusa no es imparcial, de ahí la estricta separación entre acusación, investigación y enjuiciamiento. Si fuera imparcial el fiscal, en sentido material de garantía contradictoria para los derechos de los justiciables, el juez dejaría de tener su función: estaría de más. 

Tan dependiente es el fiscal, que su titular, el Fiscal General del Estado, cesa cuando cesa el Gobierno. Ciertamente, no lo puede cesar el Gobierno. Sin embargo, no es menos cierto que el FGE puede dimitir cuando quiera. Que se lo pregunten a Torres Dulce por diferir del diktat rajoyano con ocasión del 9N o a las dos últimas fiscales generales del actual gobierno, que ya va por el tercer FGE. Todos dimitidos. 

Alguna consideración más. Las primeras disposiciones del EOMF -norma claramente postfranquista- contienen otras perlas, además de una mención a destiempo de la independencia del Ministerio Fiscal. Con nula sistemática constitucional, se mezcla churras con merinas, es decir, objetivos, funciones, y principios de actuación de forma poco sistemática y con un lenguaje más retórico que jurídico-técnico. Por ejemplo, cuando en el art. 5 EOMF se estatuye que todas las diligencias que el Ministerio fiscal practique o que se lleven a cabo bajo su dirección gozarán de presunción de autenticidad, las propias y las policiales cuando actúa bajos sus órdenes también, ¿ello significa que lo que dicen sus minutas, decretos e instrucciones es verdad? Si así fuera, la presunción de inocencia quedaría destruida por la actuación del Ministerio fiscal sin necesidad de juicio oral, público, contradictorio y con igualdad de armas celebrado ante un juez imparcial. Porque, además de que quien acusa no es imparcial, pues no puede serlo, lo que pretende ha de ser probado. No es ni más ni menos que otra parte procesal. Si sus alegatos fueran auténticos no necesitarían de prueba alguna. Aquí en la autenticidad que se atribuye a la Fiscalía no cabe correspondencia con la realidad capaz de enervar la presunción de inocencia. Como decía el clásico, estamos ante un desahogo retórico del legislador postfranquista-, dicción, pese a todo, que llega hasta nosotros más de 40 años después.

Así pues, algunos fiscales, como algunos otros funcionarios, podrán pretender que el Estado sea suyo y que ejercen su función tal como corresponde al ejercicio de la defensa del Estado que ellos consideran correcta. Si es así, ello no es más que una privatización de su función, para nada, claro está, constitucional. Servirse del púlpito y de las palancas del cargo está más arraigado cuanto menos democrático y transparente es el Estado constitucional. Hablar en estos términos de independencia que la ley no conoce resulta inadmisible.