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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Noticia servida automáticamente por la Agencia EFE

La Zona Verde de Mogadiscio, una “jaula de oro” inexpugnable

EFE

Mogadiscio —

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Un muro kilométrico a prueba de bombas separa en Mogadiscio dos mundos que se miran de reojo: la peligrosa capital de Somalia y la segura Zona Verde, una burbuja habitada por personal de la ONU, diplomáticos, guardaespaldas, soldados y espías.

Con ocasos de postal como telón de fondo, los residentes de la Zona Verde suelen salir, cuando cae la tarde, a caminar o hacer deporte por su arenoso paseo marítimo, el único contacto natural o espontáneo que muchos tienen con el país en el que viven.

Se topan a su paso con carteles que alertan de la prohibición de bañarse en el mar por el peligro de los tiburones que merodean por esas aguas, aunque algunos bañistas osados ceden a la tentación de sumergirse en el océano Índico para combatir el calor (y el estrés).

Bajo la mirada de guardias armados que otean el horizonte desde las torretas de vigilancia que salpican el recinto, también se cruza en su camino el destartalado fuselaje de un avión que sufrió un fallo del tren de aterrizaje en 2017 y quedó varado en la arena.

Los soldados ugandeses de la Misión de la Unión Africana (AMISOM) concibieron la idea de convertir ese caparazón metálico en una cafetería, si bien ese sugerente proyecto negó a ejecutarse y los restos del aparato siguen a la intemperie.

UNA CIUDAD DENTRO DE UNA CIUDAD

En esta fortaleza construida junto al Aeropuerto Internacional Aden Adde, bautizado en memoria del primer presidente de Somalia, unas 3.000 personas se entregan con una dedicación inquebrantable a sus trabajos, gran parte de ellos remunerados con suculentos sueldos y creados para ayudar a la reconstrucción del país.

“Es una ciudad dentro de una ciudad”, comenta a Efe el español Nicolás Berlanga, embajador de la Unión Europea (UE) en Somalia, una nación sacudida por el caos y la guerra tras la caída en 1991 del dictador Mohamed Siad Barre, pero que trata de levantar cabeza.

El paisanaje de la Zona Verde se compone, principalmente, de funcionarios de las agencias de la ONU, diplomáticos de embajadas como las de la UE, EEUU, Reino Unido, China o Kenia; espías (extranjeros y somalís), contratistas, guardaespaldas y militares de AMISOM o la Misión Europea de Entrenamiento del Ejército de Somalia.

No hacen, sin embargo, vida extramuros por motivos de seguridad en una de las capitales más peligrosas del mundo, donde habitan unos dos millones y medio de personas y planea casi a diario la sombra letal de un ataque del grupo yihadista Al Shabab.

Los embajadores y altos funcionarios que salen del perímetro -amparado por un muro de hormigón y alambre con púas de unos cuatro kilómetros- para acudir a reuniones con cargos del Gobierno somalí lo hacen en convoyes militares de vehículos acorazados.

“Tenemos un equipo de seguridad que, antes de salir, ha hecho sus exploraciones sobre el itinerario que vamos a seguir”, revela a Efe Berlanga, quien no tiene “miedo” cuando atraviesa las imprevisibles calles de Mogadiscio, sino “los ojos muy abiertos para observar” escenas cotidianas como “jóvenes uniformados saliendo del colegio”.

“Quizás -admite el embajador-, la mayor frustración de estar en Somalia (...) es no tener la posibilidad de interactuar con la sociedad civil (...) por estas condiciones de seguridad”.

En el interior de la Zona Verde tampoco se escatiman esfuerzos en materia de protección, pues esos diplomáticos y altos funcionarios se desplazan en enormes todoterrenos blindados bajo la escolta, al menos, de un fornido guardaespaldas con una pistola al cinto.

Tras el muro se alza el distrito de Medina, donde se atisba el perfil urbano de una ciudad vibrante que nunca se rinde, llena de edificios nuevos y otros en construcción, entre los que destaca una monumental mezquita con dos imponentes minaretes y una cúpula azul.

“PRISIONES” DE LUJO

De puertas para dentro, la vida transcurre en complejos fortificados provistos de césped artificial y cómodas habitaciones prefabricadas con wifi, aire acondicionado, televisiones con canales internacionales y, en ocasiones, cascos y chalecos antibalas.

“Las llaman prisiones de lujo”, comenta a Efe con cierta sorna la funcionaria europea Sari Haukka sobre esos habitáculos, ejemplos de la arquitectura desechable predominante en la ciudadela.

En el recinto de la Embajada de la UE, esas casitas portátiles adoptan nombres de ciudades europeas como Madrid, Bruselas, Maastricht o Niza en una suerte de laberinto de calles angostas y ajardinadas que dan a todo el conjunto un toque muy residencial.

En caso de un ataque con morteros o lanzagranadas, algunos de esos complejos disponen de búnkeres construidos con paredes de un metro y medio de grosor y equipados con pesadas puertas blindadas y cámaras de vigilancia.

Numerosos hoteles (amurallados también) como el Chelsea Village, la peluquería “Indian Ocean” (“Océano Índico”), la tienda “Peace” (“Paz”); las vallas publicitarias que ensalzan el refrescante sabor de la Coca Cola o los cajeros automáticos que dispensan dólares estadounidenses revisten de cierta normalidad tan insólito lugar.

“Bienvenidos al Complejo Intercontinental”, se lee en la puerta de entrada a un fortín que aloja organismos internacionales cuyos empleados disfrutan de una terraza de madera que da al mar y una piscina de agua cristalina rodeada de tumbonas y hierba artificial.

Su restaurante, el “Campus Internacional”, ofrece un variado menú de pizzas, bocadillos y hamburguesas en una sala de mesas con mantel azul y sillas blancas a donde conduce un puerta acristalada en la hay pegado un cartel que reza: “Aviso: no se permiten armas”.

Los trabajadores de esos establecimientos -e incluso de las embajadas, como cocineros o limpiadores- “son en su mayoría kenianos” que residen en la Zona Verde, explica a Efe Abdi Abdikadir, un somalí asentado en Nairobi que ejerce de portavoz de la UE para su misión diplomática en Somalia.

No se suele contratar a somalís para esos puestos, agrega Abdikadir, debido al “riesgo de seguridad” que supondría “tener a gente entrando y saliendo” que podría “recabar información” sensible.

“Aquí dentro estamos bien, pero no hay libertad de movimiento”, comenta a Efe el camarero keniano Dominic mientras prepara con mimo una bandeja en el mostrador de un bar que sirve una amplia variedad de cervezas europeas y bebidas espirituosas, algo impensable en el resto de Mogadiscio, donde rige la “sharía” (ley islámica).

Su compatriota Joseph Mwangi lleva más de un año trabajando como vigilante en una torreta hecha de hormigón y sacos de arena donde apoya su fusil, un modelo “PAP PS” que, según indica a Efe, “es ligero, no tan pesado como el AK-47”.

“No hago la compra fuera (de la ciudadela). No estoy autorizado para hacer eso. Aquí hay un pequeño supermercado”, dice Mwangi mientras apunta con la mano al cielo para advertir que un ruidoso helicóptero militar estadounidense sobrevuela la torreta.

UN PARAÍSO EN UNA ZONA DE GUERRA

Con el confort que ofrece la Zona Verde, “a veces te olvidas de que estás en una zona de guerra. Esto es un pequeño paraíso en un sitio arduo”, pero “hay que mantener los pies en el suelo”, confiesa a Efe el director de seguridad francés de uno de los fortines.

“Yo sólo salgo a reuniones. Soy muy estricto con la seguridad”, apunta el director, bajo condición de anonimato, en su despacho frente a un mapa de Mogadiscio, al subrayar que “este no es lugar para (traer) familias”.

Según el experto galo, nunca se puede bajar la guardia en la fortaleza porque, entre otros riesgos, “algunas personas pueden copiar credenciales” de sus empleados en el capitalino mercado de Bakara, donde florece el “arte” de falsificar documentos oficiales.

Son peligros que han convertido a la Zona Verde, confinada entre un mar de ensueño y un muro inexpugnable, en una especie de “jaula de oro” segregada de Mogadiscio. Tan cerca y tan lejos de Somalia, el país al que pretende ayudar.

Por Pedro Alonso