El país de la magia

La ciudad de Ganvié (Benín), erigida sobre el lago Nokoué.

Carlos Conde

Inicialmente había pensado titular este artículo la Venecia africana, y con éste tan atractivo como poco original nombre sacado de una guía para turistas, quería llevaros a Benín y navegar por el laberinto de canales de Ganvié, la ciudad sobre el lago. Otro de esos lugares especiales que desde hace mucho tenía en pausa, a la espera de conseguir juntar tiempo y dinero, que son dos cosas que nunca me vienen juntas, aunque a decir verdad, ni separadas.

Pero Benín es mucho más, es como el significado de la palabra vudú. La fuerza, el alma, el África ancestral reflejada en sus etnias es su esencia, el país de la magia. Por eso, cuando recuerdo Benín, me aparecen con igual fuerza las danzas de máscaras gueledé, las fortalezas del País Somba o el olor tras la tormenta en la ciudad imperial de Abomey. Recuerdo también mis deseos de perderme por aquellos caminos de tierra roja entre las selvas del norte o simplemente el relax de la playas rastafari de Grand Popo; y, por supuesto, recuerdo entrar por el paseo de eucaliptos encalados de Ouidah, la cuna del vudú, para atravesar el umbral que separa lo real de lo sobrenatural, la ciudad donde apenas se distingue entre vivos, muertos y ausentes…

Es todavía el África de la aventura y la sorpresa, lo que siempre busqué, que a veces aparece a la sombra de un baobab en las proximidades de una aldea Gourmanche, allá por el norte, mientras compartes fuet y un buen Ramón Bilbao a morro con una mejor compañía.

Volviendo a Ganvié, para entender el porqué de este lugar hay que remontarse 300 años, cuando el comercio de esclavos estaba en su apogeo y cerca, en Ouidah, belgas, ingleses, daneses, franceses y portugueses levantaron sus fuertes dedicados a la trata. La Puerta de No Retorno en la playa de la ciudad era el último lugar que veían de África. De allí salieron miles de esclavos tras ser subastados bajo el árbol de la plaza Chacha, marcados a fuego y hacinados en la oscuridad a la espera de ser embarcados hacia lo desconocido, dejando todo atrás, convertidos en mercancía.

Pero mi espíritu romántico y bohemio prefiere llevarme a recordar a aquellos botánicos, aventureros, tratantes, exploradores, buscadores de fortuna…  todos atraídos por la aventura, sabedores de que lo mejor de la vida se encuentra siempre al otro lado del miedo. Por eso dejaron todo, por eso llegaron a esta ciudad de tierra roja, bosques de caoba y playas vírgenes, por la aventura. Poco a poco fueron sucumbiendo, se los llevó el clima, las enfermedades o los ataques de los nativos. Cayeron tantos que Rudyard Kipling llamó a la costa de Guinea “la tumba del hombre blanco”. Aquí se empezó a beber el Gin-tonic como profilaxis contra la malaria, una de las grandes aportaciones del S.XIX a la medicina preventiva.

En Ouidah se mezclan todavía el sabor colonial que persiste con templos vudús, mercados de fetiches, estatuas de dioses y leyendas. Se venera tanto al Dios cristiano como a los murciélagos que cuelgan del gran iroko del bosque sagrado de Kpassé, o a las serpientes del Templo de las Pitones (que, aunque parece un nombre de antro de carretera, es un templo dedicado a Dan, el dios serpiente).

Con el florecimiento del mercado de esclavos de Ouidah, algunos reinos como los fon de Dahomey, los Yoruba de Nigeria o los Ashanti de Ghana, tuvieron que decidir entre ser esclavistas o esclavos y para ello crearon ejércitos poderosos. El más singular y temido de todos era el de las Amazonas de Dahomey, célibes consagradas por entero a su rey y a la guerra, valientes y crueles que antes del combate bailaban la ‘danza de la decapitación’ (muy bailable). Una peli de Tarzán me hizo soñar con ellas, aunque la realidad estaba lejos de lo que mi imaginación de adolescente hormonado me sugería.

Fue el único ejército de amazonas que realmente existió, hasta la aparición de la Guardia Amazónica que Gadafi creó para su protección en el palacio de Bab el Aziziya. Vírgenes, expertas en artes marciales, capaces de pilotar aviones o combatir cuerpo a cuerpo, sofisticadas, bellas y temidas… Otro África, también ya lejana. Al hamdulillah.

El caso es que, ante los ataques de las guerreras de Dahomey, el rey de los Tofinu ideó esconderse en el lago Nokoué consciente de que sus enemigos no se atreverían a perseguirles hasta allí, pues tenían la creencia de que en el fondo del lago se escondía un terrible demonio. Y vencieron al lago y a la muerte a base de ingenio, construyendo palafitos y apartándose del mundo.

La ciudad fue creciendo hasta convertirse en un caos de canales bulliciosos que es la base de su encanto. No es mal plan perderse por ese laberinto acuático, especialmente por el mercado flotante, donde cada mañana se acerca un desfile de mujeres con sus coloridos bubús y sus desvencijadas piraguas, cargadas hasta arriba de fruta o verduras. El ambiente es fascinante. Mientras tanto, los hombres salen a pescar, que allí desde pequeños todos son pescadores.

Una vez fui en domingo, cuando los cánticos religiosos se apoderan de la laguna, pues hasta cinco cultos diferentes conviven en la ciudad, toda una experiencia. Tuve la suerte de asistir a una misa de la secta del cristianismo celeste y todavía retumba en mi cabeza el exaltado sermón del pastor amenazando con ir al infierno de continuar esta vida pecadora (que no lo diría por mi…).

Así es Ganvié, la versión más exótica de Venecia. Han pasado más de 300 años y desde entonces están ahí, son los hombres del agua, los moradores de Ganvié, “los que han encontrado la paz”, (como significa el nombre).

Que afortunados son, yo sigo buscando la mía, mi paz…

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