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La posguerra

Cuando Rodríguez Zapatero ganó el Congreso del PSOE en 2010, les dijo a sus delegados, “no estamos tan mal, estamos mejor de lo que parece”, infundiendo un optimismo que logró funcionar entre los suyos. En esta ocasión, la frase tendría que ser una variante del “es difícil estar peor”. Reconocía ayer mismo un dirigente socialista crítico que sería lo suyo ahora, constatar la realidad para poder abordarla correctamente. Porque si en algo estaban de acuerdo la noche del sábado críticos y pedristas, después de la berlanguiana jornada, era en que allí no había nada que celebrar. Porque los críticos con Susana Díaz a la cabeza han ganado esta guerra pero ¿sabrán gestionar la posguerra?

Susana Díaz ha ganado esta guerra pero aún no se sabe si esto ha terminado del todo y su victoria no es, a buen seguro, como la había imaginado dos años atrás. Entonces se la veía como “la gran esperanza blanca” del partido. Juventud, arrojo, liderazgo e ideas claras, decían, para renovar una organización política tocada por la desorientación y la pérdida de rumbo hacia la socialdemocracia. Hace dos años, el tren que dejó pasar era un tren especial dispuesto a pararse en la estación y recibirla con alfombra roja, banda de música, copas de champán y confeti en el aire. Esta vez, Susana Díaz, para subirse al tren, ha tenido que reventar una parte de la vía. Llega, pero más desgastada por la lucha por el poder, seguro que con más heridas propias de las previstas en un principio. Su imagen se ha endurecido de cara al electorado y en la estación, ahora mismo, sólo hay paredes rotas, agotamiento y tristeza. Si quiere adoptar el papel de líder de su partido con el que tanto ha coqueteado estos últimos años, también ella, personalmente, tendrá que trabajar por restaurar y mejorar una imagen que, sin duda ha quedado dañada con su enfrentamiento a Pedro Sánchez. Y no descarten que le salgan competidores dispuestos a afrontar el papel, aunque ahora no se vean con claridad.

¿Y ahora qué? ¿Lo inmediato? Una gestora que temple los ánimos de puertas adentro. Y que asuma el coste de una abstención que deje el gobierno a Rajoy que ya parece inevitable de puertas afuera. A Javier Fernández le espera una tarea digna de prestidigitador. Porque una cosa es levantar los ánimos y otra enfrentarse a un partido roto. El partido enfermo va a necesitar cuidados intensivos, cirugía, respiración artificial durante un tiempo. Hay infección y fracturas. Nadie sabe el tiempo que se tardará en cicatrizar las heridas. Como cuando en una pareja se lanzan reproches de tal calibre que resulta difícil dar marcha atrás y, o se restauran confianzas con dedicación y tiempo o la cosa termina en ruptura definitiva. ¿Cómo van a integrar ahora a los diputados afines a Pedro Sánchez? ¿Cómo van a articular los espacios territoriales para dar hueco a las comunidades que se han alineado con el que hasta ayer era secretario general? ¿Cómo van a recuperar la confianza de una militancia atónita ante los acontecimientos de la semana y la gestión de los mismos? ¿Cómo van a recuperar la confianza del electorado? ¿Cómo van a explicar de manera convincente las próximas decisiones políticas que les esperan? Y ¿Qué van a ofrecer a sus votantes y al país? Porque el PSOE tiene una tarea titánica para recomponerse no sólo formalmente sino ideológicamente. Y esta posguerra del partido socialista se antoja larga.

Cuando Rodríguez Zapatero ganó el Congreso del PSOE en 2010, les dijo a sus delegados, “no estamos tan mal, estamos mejor de lo que parece”, infundiendo un optimismo que logró funcionar entre los suyos. En esta ocasión, la frase tendría que ser una variante del “es difícil estar peor”. Reconocía ayer mismo un dirigente socialista crítico que sería lo suyo ahora, constatar la realidad para poder abordarla correctamente. Porque si en algo estaban de acuerdo la noche del sábado críticos y pedristas, después de la berlanguiana jornada, era en que allí no había nada que celebrar. Porque los críticos con Susana Díaz a la cabeza han ganado esta guerra pero ¿sabrán gestionar la posguerra?

Susana Díaz ha ganado esta guerra pero aún no se sabe si esto ha terminado del todo y su victoria no es, a buen seguro, como la había imaginado dos años atrás. Entonces se la veía como “la gran esperanza blanca” del partido. Juventud, arrojo, liderazgo e ideas claras, decían, para renovar una organización política tocada por la desorientación y la pérdida de rumbo hacia la socialdemocracia. Hace dos años, el tren que dejó pasar era un tren especial dispuesto a pararse en la estación y recibirla con alfombra roja, banda de música, copas de champán y confeti en el aire. Esta vez, Susana Díaz, para subirse al tren, ha tenido que reventar una parte de la vía. Llega, pero más desgastada por la lucha por el poder, seguro que con más heridas propias de las previstas en un principio. Su imagen se ha endurecido de cara al electorado y en la estación, ahora mismo, sólo hay paredes rotas, agotamiento y tristeza. Si quiere adoptar el papel de líder de su partido con el que tanto ha coqueteado estos últimos años, también ella, personalmente, tendrá que trabajar por restaurar y mejorar una imagen que, sin duda ha quedado dañada con su enfrentamiento a Pedro Sánchez. Y no descarten que le salgan competidores dispuestos a afrontar el papel, aunque ahora no se vean con claridad.