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Sara Mesa: “Los animales son un magnífico campo de observación”

Alejandro Luque

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Después de convertirse en la autora del momento con Un amor, uno de los libros más premiados del pasado año, Sara Mesa (Madrid, 1976) regresa con un relato, Perrita country, ilustrado por todo un premio Nacional de Ilustración como es Pablo Amargo. El volumen, publicado por Páginas de Espuma, narra la peripecia de una joven profesora que inicia una nueva vida en compañía de una perra y un gato muy singulares, que condicionarán su mirada sobre las cosas.    

Hitchcock decía que no rodaba ni con niños ni con animales. Usted se ha atrevido con ambos. ¿Escribir es otra cosa distinta de un rodaje, o también se pueden desbandar las criaturas?

Las criaturas se desbandan siempre y eso es un riesgo que hay que asumir, ahí está la gracia de la escritura. Pero hay que distinguir. Para mí escribir de la infancia es algo más natural, porque fui una niña y todavía recuerdo con bastante nitidez sensaciones, pensamientos, deseos y miedos de esa época. Escribir de los animales es otra cosa, ahí tengo que colocarme desde el otro lado de la barrera. De hecho, en Perrita Country no escribo tanto de animales como de alguien que observa a los animales.

Ha optado por no humanizar a los animales del relato, pero, ¿no es esa precisamente la tendencia actual? ¿No hay una disneyficación que va de llamar “hijo” a una mascota al animalismo antitaurino?

El animalismo es muy fácil de ridiculizar, las críticas de trazo grueso no me interesan, me interesa el debate sobre el derecho de los animales, asunto que por otro lado es muy antiguo, ya los presocráticos se planteaban este asunto. Si alguien quiere llamar hijo a su mascota, a mí no me hace daño. Mientras no me las impongan, las hipérboles del amor no me molestan. Dicho lo cual, es verdad que en mi libro, más que una humanización de los animales, se produce casi lo contrario: una animalización de la narradora. Y no en un mal sentido.

Sobre la comunicación con los animales, ¿cómo ha trabajado literariamente con ese código? ¿Qué le interesaba más de él?

El primer paso siempre es la observación, y sobre esto tengo mucho trabajo hecho porque me gusta mirar perros, gatos y pájaros. El reto que me propuse fue que lo descrito se centrara sobre todo en lo pequeño, en lo cotidiano, por ejemplo las posturas en las que descansan, sus rutinas, lo que ellos a su vez observan o parecen observar, la relación entre especies, etc. No sé si hay una verdadera comunicación con nosotros, me temo que inferimos más de lo que hay. Pero hay una relación, eso sí es cierto. Cuando mi perra me mira no sé qué piensa, ni siquiera si piensa algo, pero sé que me mira fijamente, y esto ya es algo.

Luego está esa constante en su obra que es la comunidad como conflicto. La proliferación de mascotas, ¿puede ser más un modo de pacificar o una nueva fuente de choques?

En el libro aparecen retazos sobre esto, algún toque crítico sobre el modo de creación de comunidades más por diferenciación del resto, es decir, por exclusión, que por características comunes. Por ejemplo, el modo en que se asume que si tienes perro eres esto o lo otro, cómo se te considera o adjetiva, qué cosas o incluso ideologías se presuponen en ti. Esto tiene relación con el pensamiento en bloque, que es muy nocivo. Y si bien esto se plantea en Perrita Country, he tratado de hacerlo sin gravedad, más bien con ligereza.

Este es su segundo relato ilustrado, tras ‘La sobriedad del galápago’, con dibujos de Noemí González. ¿Suele trabajar con imágenes en su cabeza? ¿Le condiciona de alguna manera saber que un dibujante va a interpretar su texto?

A mí no me ha condicionado saber que la historia iría acompañada de ilustraciones, solo tenía la sensación de que las ilustraciones enriquecerían el libro, pero era muy consciente de que el lenguaje verbal tenía que bastarse por sí mismo, que debía ser capaz de transmitir imágenes por sí mismo.

Existe toda una tradición de 'escritores con mascota', sobre todo perros y gatos. ¿Cuáles son sus favoritos, como binomio?

Literariamente, J. R. Ackerley y su perra Tulip (Queenie en la realidad) y Mario Levrero y Pajarito (que no sé si existió pero tiene toda la pinta de que sí). Más allá de ellos, pienso en Truman Capote y su bulldog Tiffany, en el corgi Clement de Houellebecq, en los últimos perros de Chirbes, Tomas y Ramonet, en los magníficos gatos que tuvo Patricia Highsmith o en los pavos reales de Flannery O’Connor.

¿Cree que una mascota ayuda en algo a la escritura? 

Yo no sé si la escritura gana o no con animales cerca, pero sí sé que son un magnífico campo de observación y un estímulo y que, desde luego, Perrita Country no existiría si yo misma no tuviese una perra y un gato.

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