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El grito de socorro de un superviviente

Bancali Camara. (RAMÓN DE LA ROCHA /EFE)

Román Rodríguez Curbelo (EFE)

Santa Cruz de Tenerife —

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Soy Bangaly Camara. Nací el 2 de marzo de 1993 en Conakry (Guinea) y este año sobreviví al hambre, la sed y la muerte durante dos semanas a la deriva en el Atlántico. Ahora trato de sobrevivir a otro viaje distinto e imprevisto, a una especie de deriva terrestre que me ha encerrado en Tenerife.

Comento esto al periodista de Efe con el que comparto edad y altura y que me entrevista en una terraza junto al mismo océano que escondió para siempre en su fondo a otros jóvenes compañeros de travesía.

Visto una camisa a rayas azules y blancas, unos pantalones de camuflaje, unos tenis blancos, un gorro de pescador azul marino, y me cuelga en la muñeca izquierda un reloj digital adelantado unos minutos. Dejo a mi lado una mochila casi llena.

Antes: mecánico

Fui uno de los incontables niños africanos conocidos como “de la calle”: mis padres se divorciaron cuando era muy pequeño y a los ocho años, tras solo dos cursos de colegio y sin recursos de ningún tipo, comencé a trabajar como mecánico en un taller de coches.

Entonces dormía en un vehículo dentro de un garaje para evitar las calles. Mi padre, mi madre, mis cuatro hermanos y mis tres hermanas nunca han sido parte de mi vida, aunque siempre tuve amigos. Uno de ellos me dijo una vez: “Ya estás grande para vivir en un garaje. Ven conmigo a compartir habitación a Matam (Conakry)”.

Los conflictos entre el Gobierno guineano y la oposición continúan siendo eternos. Cierto día, un grupo de militares apareció en el local y arrasó con todo. Los clientes reclamaron el coste de sus vehículos dañados y juraron enviarme a prisión si no saldaba la deuda. Huí.

Crucé la frontera interior con Mali, atravesé el desierto sahariano de Mauritania y alcancé Tánger, el extremo norte de Marruecos, a finales del 2017. Tras siete meses buscando trabajo, descendí hasta Dajla (Sáhara Occidental) para trabajar en factorías de pescado.

Los fríos terribles de sus instalaciones frigoríficas me enfermaban cada poco tiempo, hasta que retomé la mecánica en otro taller de vehículos. Ya entonces trabaja sin documentación, lo que equivalía a ser un esclavo: no podía denunciar a los patrones si no me pagaban, no había respeto ni futuro.

Pero pude ahorrar dinero y, tras dos años y cinco meses, decidí embarcarme a Europa desde Dajla.

Hasta entonces, solo me había bañado algunas veces a orillas de la costa guineana, pero nunca me había aventurado hacia el interior del océano. No me oriento en alta mar. Ni siquiera sé nadar.

Me avisaron del embarque el pasado sábado 25 de enero mientras dormía. Al principio dudé porque la Gendarmería de la región suele detener a las embarcaciones, pero mis compañeros insistieron: “Inténtalo. A lo mejor es tu día de suerte”.

Cuando llegamos a la orilla no hacía frío y el agua estaba en calma. “Este es mi día”, pensé. Éramos 28 personas: 20 hombres, 8 mujeres, ningún niño. Guineanos como yo, senegaleses, marfileños... Todos jóvenes, algunos con tan solo 18 años, uno de en torno a 40. Embarcamos y zarpamos.

Durante: delfines

Me cansa hablar del trayecto, ¿no ves cómo me encorvo poco a poco?

Al segundo día de travesía supimos que estábamos en aguas internacionales porque vimos delfines. Nos alegraron: los delfines nos acompañaban, nos guiaban y, en cierto modo, nos protegían. Parecía que navegábamos juntos, rumbo a la dignidad.

Y, quién sabe si por azar o a posta, hasta había comida en la cubierta de la patera porque antes se había empleado como barco de pesca.

El tiempo empeoró al tercer día, los delfines retrocedieron. Avistamos un barco de pabellón español y decidimos seguirlo mientras nos durase el bidón de 100 litros de gasolina. Pero el barco aceleró y pareció ignorarnos hasta que lo perdimos de vista.

Nos quedamos sin combustible. Pensamos en regresar a Marruecos. ¿Cómo? Quien debía controlar el GPS no sabía manejarlo. Estábamos perdidos en alta mar. Recordar esto me agota.

Golpeábamos los bidones y gritábamos pidiendo auxilio cada vez que veíamos un buque, pero ninguno alcanzó a distinguirnos de las olas. Comenzamos a beber agua de mar durante la segunda semana. Enfermamos.

Luego, la muerte. Unos se durmieron para no despertar. Otros se arrojaron por la borda. No quiero contar mucho más.

Las fechas me bailan. Recuerdo que avistamos un barco por segunda vez cerca del 9 de febrero y, aunque en un principio no pudieron rescatarnos, al menos nos dieron de comer. La maniobra de rescate fue muy peligrosa porque las olas nos arrastraban de un lado para otro.

Yo entonces estaba sin fuerzas, tumbado, como dormido, contemplando el escenario. Mis compañeros me animaban, pedían que achicara agua con ellos, pero no tenía fuerzas. Solo podía mirar.

Después: pasaporte

Un helicóptero me llevó a un hospital en El Hierro. En el vuelo murió otra de mis compañeras de travesía. Me atendieron, me dieron de comer, hasta me lavaron. El aseo guarda para nosotros un significado especial y depender de terceros en este asunto siempre nos resulta muy duro.

Ocho días después, me trasladaron a Tenerife e ingresé en el centro de acogida humanitaria de la Cruz Roja del municipio de Tacoronte el 19 de febrero bajo un programa de 6 meses de duración.

Desde el pasado 19 de agosto estoy en la calle.

Yo sé lo que es la calle, sé lo que desgasta. Tengo miedo de dormir en ella. Por eso de pequeño me escondía en un coche dentro de un garaje. Ahora ni siquiera conozco el idioma, no sé a dónde ir. ¿Qué hago? Camino sin rumbo por la avenida marítima. Cuando anochece busco compañía en un parque junto a un inmenso estadio de fútbol.

No duermo. Me levanto de pronto entre pesadillas, en ocasiones solo descanso unas pocas horas. No paro de pensar. Estoy solo y cansado. Todo lo que tengo cabe en una mochila. Vivo con lo puesto. Me han dicho que acuda a Cáritas.

En Madrid viven unos amigos. Si pudiera ir para allá… Pero jamás he tenido un pasaporte. Mis amigos me dicen que sea fuerte, me recuerdan que esta es la aventura. Así llamamos a la migración: la aventura. Y una aventura requiere de fuerza. Sé que no he tenido una buena vida. Pero también sé que siempre he salido adelante solo.

Quiero llegar a Madrid para reencontrarme con ellos, para tener un techo, para sentirme acompañado, para trabajar como siempre, para no pedir nada a nadie. Necesito ayuda. Necesito los papeles.

Ahora:ironías

Ahora estoy cansado y, aunque no quiero hablar mucho más, me duele el racismo que he visto y he sentido. La mayoría de nosotros lo notamos. Y yo no puedo volver atrás. El Atlántico, el hambre, la sed, Dajla, Tánger, las fronteras, el desierto, Conakry. No puedo volver atrás.

El capitán de nuestro barco salvador (Unisea) pidió ayuda psicológica para la tripulación justo después del rescate. A mí, un rescatado, nadie me ha atendido.

Salvamento Marítimo premió hace unos días al capitán del buque B. Sun, Jung Yongha, como muestra de agradecimiento por un rescate este mes. Pero, ¿qué es de aquellos a los que salvan? ¿Qué es luego de nosotros? ¿Qué será de mí?

Estoy cansado. Estoy muy cansado. Me despido del periodista con mi última sonrisa bajo la mascarilla, llevo mi mano derecha al pecho en señal de agradecimiento, cruzo la calle y desaparezco tras la esquina. 

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