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El activismo antigubernamental de cierta aristocracia judicial

19 de febrero de 2023 15:11 h

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Declaraba el inmarcesible Enrique López  (12 de septiembre de 2021), juez y aventajado discípulo de Ángel Nieto, que “el PP tiene el apoyo de la mayoría de la carrera judicial”. De la carrera judicial, no sé; pero de los integrantes de muy importantes órganos de la estructura judicial, no me cabe la menor duda.

Lo cual no tendría que ser relevante por sí mismo. Y tiene además claves históricas, sociológicas, culturales… que permiten explicarlo.

Pero estamos hablando no sólo, ni fundamentalmente, de eso, sino de que hay una parte de la aristocracia judicial lanzada a un descarado activismo antigubernamental. Eso sí: sin el menor complejo y con ese alarde de poder que sólo se exhibe cuando alguien(es) se siente intocable. Es decir, impune.

He estado varias horas leyendo y releyendo el auto del Tribunal Supremo revisando la sentencia del procés tras la entrada en vigor de la reforma del Código Penal.

Créanme: he pasado del estupor a la indignación (y a la viceversa, que diría una empresa de transporte marítimo Tenerife-La Gomera, aquí por mi tierra) una y otra vez.

Me ha invadido la sensación, al leer enjundiosos “razonamientos” jurídicos, de que el ponente y, con él, toda la Sala, tocaban un acordeón o un globo que hinchaban  o desinflaban a conveniencia, para ir abriendo camino argumental a unas decisiones que parecen tomadas de antemano.

No me refiero, no, a las diatribas contra el legislador. Que, como dicen algún comentarista destacado y mucha gente del común, deberían decidir al señor Marchena a presentarse como candidato al Congreso. Eso sí, en olor de multitudes (de la derecha y la ultraderecha, of course).

No. Me refiero a cómo en el despliegue argumental se afirma por un lado que el “orden público” protegido por el derogado tipo de sedición podía dar cobijo al concepto de “paz social” que posibilitaba “construir un bien jurídico identificable con el interés de la sociedad en la aceptación del marco constitucional”. Y que el delito de sedición “enriquecía los actos ejecutivos con la voluntad de promover la inobservancia de las leyes o el incumplimiento de las resoluciones judiciales” , frente  al nuevo tipo subjetivo que “queda reducido a la voluntad de atentar contra la paz pública”. Y todo para explicarnos que el Título del Código Penal que contenía los tipos delictivos de la sedición, desórdenes públicos,terrorismo… antes de la reciente  reforma impulsada por el actual Gobierno, protegía un bien jurídico más amplio que el de “orden público” frente a desórdenes tumultuarios, a pesar de la rúbrica del Título que los agrupaba.

Y, en otro tramo del mismo auto, jibariza el concepto de orden público -tras la reforma- para acabar exonerando al “bloque gubernamental” del procés y manteniendo la condena por el “golpe de Estado”, en base al nuevo tipo delictivo agravado contra el orden público, exclusivamente a los dirigentes de las entidades sociales. A los Jordis Sánchez y Cuixart que se desparramaron a pié de calle.

Y me he preguntado el por qué de todo este zigzagueo. Y no he encontrado otra explicación (en mi mente de jurista de pueblo) que la de que se trata meramente de un mero subterfugio retórico para arropar la afirmación, tan propia de la bancada parlamentaria conservadora como inaceptable en una resolución jurisdiccional, de que el gobierno-y-el-legislador, es decir el malvado Pedro Sánchez y sus aliados (ya se sabe, golpistas, separatistas catalanes y herederos de ETA) han desarmado al Estado ante futuras reediciones de algaradas separatistas. 

Precisamente para sustentar esa crítica política al legislador había que apartar a Junqueras y a los demás indultados de la aplicación de tipo de los desórdenes públicos agravados. Ahora no les parece penalmente relevante nada que tuviera que ver con la preparación del procés desde las instancias de poder de la Generalitat, ni la aprobación de la normativa para la desconexión, ni la financiación con dinero público de la organización del referéndum, la confección del censo de los catalanes ausentes, ni la creación -en definitiva- de la expectativa ciudadana sobre la viabilidad de una independencia unilateral.

Me ha impresionado, en este mismo terreno, cómo  los magistrados rechazan como “reduccionista metodología” la de atribuir a todos los acusados responsabilidad en los actos de violencia o intimidación  que se cometieron con ocasión del procés, a pesar del “acuerdo compartido” respecto a los elementos que daban vida al delito de sedición (4.1.2, pág.17). Y todo, para acabar concluyendo que los del bloque gubernamental, que sí fueron autores del añorado delito de sedición (no sólo “predemocrático”, sino precontemporáneo),  no lo son del nuevo tipo de desórdenes públicos agravados.

Y me preguntaba ¿es que también la reforma suprimió el artículo 29 del Código Penal, que define como autores del delito a los inductores y a los cooperadores necesarios?

Llegar a la conclusión de que, a la vista de la reforma, los gobernantes sólo habrían incurrido en un delito de desobediencia alivia  mucho la posición de los prófugos que aún no han sido extraditados ni juzgados. Y, por tanto, la intensidad de las actuaciones judiciales para la extradición, la adopción de medidas cautelares y la rotundidad de las posibles condenas. Es decir: el gran beneficiario  de esta interpretación judicial es Puigdemont. Prefiero pensar que detrás de todo esto no habrá la menor coincidencia con el evidente interés (en Génova lo llaman “alianza objetiva”, para referirse disparatadamente al PSOE y a Vox) del PP en que el expresidente de la Generalitat siga despachándose a gusto por Europa. En realidad, al menos en la fruición con la que intentan desprestigiar a España la coincidencia es palpable. Y en la manía de apropiarse de la exclusividad, ya sea de la representación de España o la de Cataluña, también.

Me parece consistente que el TS mantenga el criterio jurisprudencial sobre la malversación agravada. Y, por tanto, que  aplique un concepto amplio de “beneficio propio” para incluir en él no sólo el enriquecimiento de la autoridad malversadora, sino también “el desvío de fondos presupuestarios para el ejercicio de una actividad ilegal”, que de otra forma (como dice Llarena)  el malversador  habría tenido que pagar con sus propios recursos, experimentando así una merma de su propio patrimonio. Y me parece jurídicamente razonable aunque, otra vez, dificulte el propósito (y la obligación) del Gobierno de aligerar las expectativas de condena a los mandos intermedios pendientes de ser juzgados. Muchos de ellos, vinculados a ERC.

La Sentencia, por lo demás, está llena de “observaciones”  y des-calificativos dirigidos al legislador: desde “el equívoco” que alienta al nuevo precepto de malversación agravada hasta la caricatura de los “tres niveles” de malversación. E incluye una reinterpretación (eso sí,  desfavorable para los pendientes de juicio) de los argumentos de la Sentencia del propio Tribunal sometida a revisión,  para rechazar las argumentaciones de la Abogacía del Estado acordes con el propósito pacificador de la reforma legislativa, 

Pero donde el Tribunal Supremo se despendola definitivamente es en sus afirmaciones sobre que la reforma/Sánchez debilita al Estado. Es como si la única reacción del Estado constitucional frente a futuros procés fuera la reacción punitiva. Y en la misma resolución en la que se afirma enfáticamente el principio de “intervención mínima” del Derecho Penal. Como si la amenaza de las graves penas del delito de sedición -vigente durante toda la década pasada-  hubiera resultado un dique efectivo contra los inspiradores y actores el Procés. Como si la “coacción federal” del 155 de la Constitución no hubiera sido, como lo fue,  la respuesta eficaz  para restablecer el orden legal y la normalidad institucional.

Desde que era estudiante de Derecho me sorprendió que, tras la Revolución Francesa, quedará muy establecido que la función de los jueces era la de ser mera boca “que prononce les paroles de la loi”. Que cualquier duda en la interpretación de un texto legal habría que someterla a consulta (réfèré) del legislador. Y que esta limitación tan estricta de la capacidad de interpretación judicial tenía la finalidad de impedir que una magistratura ligada al Ancien Régime deshiciera, sentencias en mano, la labor transformadora de la legislación revolucionaria. Todo aquello le parecía y le parece desorbitado a alguien que cree en que la esencia del principio de separación de poderes, y la garantía de la libertad,  radica en que no sea el mismo poder el que aprueba y el que interpreta y aplica las leyes. Y que ha admirado siempre el papel trascendental que los jueces y los iurisprudentes han jugado en la evolución del Derecho. Es decir, de la Civilización Occidental. Perome ha venido a la cabeza estos días. Y no he podido evitarlo.

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